De
manera casual esta mañana dos imágenes similares se me han superpuesto nítidamente
en el lapso de minutos: un hombre desmoralizado y con el rostro abatido por las
circunstancias, en dos situaciones distintas, en una sala de hospital, la otra,
en un fresco renacentista.
Mi
paciente está sentado sobre un costado de la cama con el desayuno sin terminar.
La iluminación tangencial que llega por la ventana acrecienta una mirada cansina y extraviada. Es un hombre de
62 años que se queja de un dolor debajo del esternón. No
puede comer pues no tiene hambre y si lo hiciera sabe que se llenaría muy
pronto, se sentiría hastiado y llegaría al
vómito. Sabe además que al no comer seguirá perdiendo peso como en los últimos
meses. Es un adelgazado agricultor ayacuchano, de grandes manos encallecidas y
acostumbrado a comer bien antes y después de su jornada en la chacra, en una
quebrada ayacuchana fría e inhóspita. Visto de esa manera, mi paciente da la
apariencia de uno de los pongos de las ficciones de Arguedas.
Me
dice que su chacra queda en Distrito
Pacaycasa –Anexo Convención, Provincia Huamanga, Ayacucho, así lo relata,
de corrido y arrastrando las eses cuando le pregunto de dónde viene. Me comenta
que siembra papita, maicito y verdurita,
a veces también oca, las que vende
cada tres meses en Huamanga. Usa una yunta en la chacra de menos de una
hectárea y cada cierto tiempo trabaja como peón, ganando a destajo, para mantener
a su familia, esposa y un hijo que aún vive con él, pues el resto ya vive en
Lima. Hace dos meses comenzó con los dolores, me dice mientras sus manos
grandes y callosas localizan el estómago, refiere que el frío inundaba toda
aquella área y no lo dejaba comer. Se fue a una posta y le dieron unas
pastillas pero que no lo calmaron. Así que visitó el hospital de Huamanga. Allí
los doctores lo miraron, lo examinaron y luego murmuraron entre ellos, algo llegué a escuchar que decían, gastritis
crónica y me dijeron que fuera a Lima, que no podían ayudarme. Como tenía aquí a
mis hijos, me vine.
Ya
con nosotros, por los síntomas lo enviamos para una endoscopía. Un tumor
extenso que invadía el antro gástrico hacía imposible avanzar hacia el píloro. Para
confirmar el diagnóstico el gastroenterólogo mordió el tumor con la pinza del
endoscopio y la muestra fue sumergida en formol. Unos días después el resultado
de la biopsia fue un Adenocarcinoma de estómago. Se lo contamos a la familia primero, pero no
estaba seguro que me entendieran. En esas circunstancias la primera pregunta
es, cuánto tiempo vivirá. Respuesta que me es imposible hallar. Imaginé entonces
que hablar de probabilidades, de estadios o de supervivencia, palabras
habituales en Oncología, era inútil. Así que les dije que antes de dar una respuesta
necesitaba una Tomografía para averiguar la extensión del cáncer y poder darles
una mejor respuesta.
Lo
imagino dentro del escáner, mirando el cielo raso blanco y aséptico del cuarto
de radiología, en lugar del cielo azul con copos de nubes de su tierra. Todo
ese tiempo mi paciente, el pongo, solo se cogía la zona del estómago y me decía, ayúdame papá. Me extendía la mano que luego yo estrechaba
para decirle que no se preocupara. Minutos después pusimos las placas sobre la
pantalla, allí estaba el tumor, atracando el flujo hacia el píloro, y
provocando una distensión anormal del estómago, una inmensa bolsa completamente
llena de comida estancada, ahora convertida en detritus, que me recordó lo que
decía mi paciente, eructo y siento como
comida guardada.
Siguiente
paso: llamar a Cirugía para extirpar el
tumor y destapar la obstrucción. Decisión correcta. Pero las cosas no siempre
suceden como uno espera. Durante aquella tarde, un cirujano joven pegado a sus
procedimientos consideró que la desnutrición de mi paciente, premisa válida, impedía
la cirugía y la condicionó a diez días previos de nutrición intravenosa (parenteral).
Pero como el procedimiento no era gratuito,
se convirtió en un obstáculo. Todo esto se los dijo a los familiares en
ausencia de nosotros.
Al
día siguiente, mi equipo me comunicó la decisión de la familia: alta voluntaria,
que los hijos ya habían cumplido con los trámites, que mi paciente saldría en
un par de horas. Dejé pasar el asunto. Pero unos minutos después mientras
llenábamos unos formularios, me asaltó una idea, creo que fue más un
remordimiento. Junté a mi equipo y les lancé esta frase: no tienen la culpa el
no haber llevado un curso de humanidad, creo que han pecado por
desconocimiento. Me miraban perplejos pero no les hice ningún reproche. Solo
les pedí que me siguieran e hice llamar a los hijos, a quienes les pregunté sus
razones para retirar al padre. Las palabras de aquel cirujano fueron contundentes.
La nutrición era imposible de pagar y se llevarían a su padre de regreso a su
tierra. Les dije que respetaba su opinión pero les advertí que dejarlo ir era
someterlo a un padecimiento muy cruel, el morir de hambre, pues por más que
intentaran darle de comer, la comida no sería digerida. Su estómago era como un puquio estancado, sin capacidad de nutrir. Les pedí tiempo esa mañana
para darles otra solución. Mientras conversaba con ellos, mi mente fabricaba
posibles soluciones.
Busqué
a otro cirujano, un amigo con quien trabajé en la emergencia, a quien puse al tanto de todos los detalles y
le pregunté si era factible operar en tales condiciones. Me dijo que sí,
siempre y cuando intentáramos nutrir al paciente. Acepté el reto y minutos
luego les hice la propuesta a los familiares. Habíamos encontrado una solución
intermedia y sin mayores costos, su padre podría comer, aunque de manera
distinta, y podrían tenerlo consigo en buenas condiciones por un tiempo no
precisado, pero aparentemente algo prolongado, lo suficiente para tener el
resto de sus días una vida digna con la familia. Ellos me miraron y tanto en
sus miradas como en sus frases y en el apretón de manos que selló el
compromiso, me hicieron sentir que me transferían una responsabilidad enorme,
toneladas de esperanza cayeron sobre mis hombros y la sensación ficticia de un
poder que no tengo, como el de tumbar a la muerte. Además por unos instantes me
dio la impresión que me consideraban alguien muy cercano y hasta me ofrecieron
regalarme algo de su chacra, algo que decliné con una estudiada cortesía. Al voltear hacia mi equipo, me fijé que me
habían seguido en cada una de las frases de un diálogo que parecía infinito, y
en su mirada sentí que les había revelado, tras esa muralla de profesionalismo
que construyo a mí alrededor, una pizca de mis sentimientos reales. Solo atiné
a decirles, poniendo mi cara más dura, que teníamos que ir a la sala de
radiología para ver las placas de otro paciente.
Ahora,
solo una semana después, mi paciente el pongo está en la sala de cirugía
esperando su turno operatorio. Lo nutrimos como pudimos, con los recursos
disponibles, para asegurar un nivel de proteínas suficientes para que peguen
las suturas. Esta mañana fui a verlo acompañado de mis jóvenes alumnos del
curso de introducción a la clínica, para
darle ánimo, uno de ellos era su “médico”. Allí estaba el Pongo, con una media
sonrisa en medio de la angustia que debe ser esperar una cirugía mayor. Se
había borrado aquel rostro abatido. Nos dimos la mano y mis alumnos lo llamaban
Señor Juan y no simplemente cáncer gástrico, como puede ser lo usual. Estaban recibiendo
sin saber ese curso de humanidad, el mismo que yo recibí de mis maestros.
Es
que muchas veces la mejor enseñanza es el ejemplo, aunque sea el camino más difícil.