jueves, 13 de septiembre de 2012

Moby Dick o La Ballena... o el Leviatán?

 
Esta vez si he comenzado a leer en serio Moby Dick, con lápiz y fichas, con referencias cruzadas. Hasta he conseguido algunas obas de Emerson, un artículo de Prescott sobre "Lima y los Limeños" y la oportunidad siempre latente de leer el Libro de Job. Con tales lecturas espero avanzar en  la educación literaria y filosófica que, compulsivo de mí, me impongo no solo para entender una obra monumental, sino para tener la fibra y el nervio necesarios para acometer mis aventuras narrativas.
 
En esta mañana fría y brumosa de setiembre, cuando no solo cae una tenue llovizna sino además una tonalidad gris sobre mi ánimo, me decidí a contrarrestar los aleteos de la tristeza traduciendo el primer párrafo de Moby Dick:
 
Pueden llamarme Ismael. Algunos años atrás –no importa con precisión cuantos- con apenas algo de dinero o quizá la billetera vacía, y con nada de particular interés para mí en tierra, pensé que podría salir a navegar para ver el lado acuático del mundo. Es la manera que tengo para quitarme la melancolía y regular la circulación. Cada vez que percibo en mí una mueca de disgusto; cada vez que hay un húmedo y brumoso Noviembre en mi alma; cada vez que me detengo involuntariamente ante un velatorio; cada vez que me pongo detrás de la fila en cada funeral que encuentro; y, especialmente cada vez que la tristeza se apodera de mí, es que necesito de un fuerte principio moral que evite que con toda deliberación salga a la calle y metódicamente comience a quitar de un golpe uno a uno los sombreros de la gente – entonces, me doy cuenta que es el mejor momento para salir al mar tan rápido como se pueda. Ese es mi sustituto a las balas y a la pistola. Con un ostentoso y filosófico movimiento Cato se arroja decidido sobre su espada, en cambio yo tranquilamente me lanzo al mar. No hay nada sorprendente en esto. Si lo supieran, casi todos los hombres en algún grado, en algún u otro momento, cobijan muy cercanamente  los mismos sentimientos que tengo yo hacia el mar.

Como un presagio temprano, al llegar hoy al hospital, inusuales graznidos de gaviotas me anunciaron un mar lejano.  

martes, 31 de julio de 2012

Aún hay tiempo para la FIL Lima 2012


La Feria del Libro de Lima 2012 aun no ha terminado. Un evento cultural masivo es siempre un termómetro de lo que sucede a nivel social (y político).

Por ello comenzaré por resaltar las ausencias. La primera y acaso pocos la recuerden: el pasado enero hubo un tímido anuncio sobre la presencia de Paul Auster para abrir la feria y que todo dependía de su agenda, parece que andaba ocupada pero no sabemos si se hicieron todas las gestiones para traer un peso pesado de las letras. Es lo que se espera desde hace tiempo para la feria de Lima, la visita de personalidades literarias más allá del continente, al igual que Bogotá, Guadalajara o Buenos Aires, sin ir más allá, Ohram Pamuk, Ian McEwan y J.M. Coetzee ya se han dado su vuelta por Santiago de Chile en los últimos dos años. Tarea pendiente para los organizadores.

Otra tarea pendiente es que las autoridades gubernamentales abran la feria: la alcaldesa de Lima o el propio Presidente de la República, eso daría la señal que tanta falta les hace a todos de hacer pensar que la cultura importa en las prácticas gubernamentales, ya que no solo de pan (o gastronomía) vive el hombre.

Yendo a lo específico no se puede negar que hay cobertura de medios y algunos escasos programas de televisión se han esforzado por informar diariamente. Donde la movida ha sido mayor ha sido en algunos medios de prensa escrita como diario16 y La República, pero sobre todo en portales como La Mula, blogs de todo tipo y hasta en el Facebook donde las invitaciones a eventos han sido un simpático bombardeo frecuente.

El recinto de la feria es amplio, céntrico y creo que a la vista no hay otro mejor en la ciudad. Hay mejoras respecto a los otros años y se ha habilitado un parqueo al frente en el Círculo Militar.

Las editoriales, distribuidoras, universidades, embajadas y organismos públicos  y librerías han mejorado la presentación de sus stands.

Por lo general casi todos se han esmerado en traer novedades en las publicaciones, aunque a algunas el sistema de envío o la aduana les haya jugado una mala pasada y el lote no llegue a tiempo para la feria. Por eso este evento tiene dos tiempos, los primeros días de apertura, donde se encuentran las novedades que han llegado en escaso número y hay que comprarlas antes que se agoten y el final como hoy y mañana cuando ya llegaron las novedades.

La revelación de esta feria y que confirma una tendencia es el empuje de las editoriales independientes. El descubrimiento es que por primera vez los Hermanos Sanseviero se decidieron a poner un stand: Heraldos Negros, como el nombre de su nueva distribuidora, allí encontrará una gran variedad de libros, casi todos ellos interesantes, de España y Argentina que no se encuentran en el resto de librerías. Visitar la feria sin pasar por Heraldos Negros es como no haberla visitado.

Un descubrimiento tardío fue el stand de editorial Arkabas, que ha traído el backlist completo de Bestia Equilátera, interesante editorial argentina.

Distribuidora Oceano, con su colección de Anagrama, incluidos los libritos amarillos de Panorama de narrativas, Ensayo (negro) y Narrativas Hispánicas (grises), tienen un 40% de descuento y si se compran dos libros amarillos, grises o negros el descuento es de 50%. Los Compactos también tienen un buen descuento.

Ibero, ha traído Mondadori, pero su colección más interesante es De Bolsillo, buena literatura a buen precio, siempre va a encontrar algo que llevar. No olvide que la colección de Borges ahora está en De Bolsillo, así como Vila Matas, Philip Roth, Coetzee y

Fondo de Cultura Económica, es un lugar para darse mas de una vuelta, hay colecciones de literatura, filosofía, ciencia e historia, que hay que buscar con detenimiento, imposible non salir con un libro comprado de FCE.

Librerias La Familia,  tiene interesantes colecciones de Alianza Editorial en sus pequeñas colecciones de Freud, Kadaré, Proust, Woolf, entre otros. Libros de filosofía de todas las épocas y los clásicos de Grecia y Roma son joyas a tener en casa. También tienen una interesante colección de Taschen sobre arte y a un buen precio.

Los Fondos editoriales de las universidades siempre traen novedades interesantes así que dependiendo de su interés no puede dejar de darse una vuelta por allí. En el stand de la UPCH quedan aún libros de la colección de obras de Honorio Delgado, para conocedores.

El Instituto de Estudios Peruanos, IFEA y el Ministerio de Cultura sobresalen con sus publicaciones dedicadas a la historia, sociología, antropología y arqueología del Perú.

Finalmente, a visitar los stands de venta de libros usados con paciencia y buen ojo puede encontrar el libro que andaba buscando desde hace tiempo.

Quedan dos días pero son los precisos para hacer las compras de la lectura de los siguientes meses.

No falten

miércoles, 18 de julio de 2012

Naturaleza Humana





Mi lectura de la semana es Un verano sin hombres de Siri Hustvedt, casi un monólogo interior desde un punto de vista muy femenino acerca de los logros y sinsabores de un matrimonio, sobre todo cuando el esposo decide tomar una pausa.
Como la lectura de un buen libro siempre tiene lecturas colaterales, esta vez me remití a hojear algunas páginas de Fisiología del Matrimonio de Honoré de Balzac, para lo cual solo transcribo algunos párrafos que pueden llevar a la reflexión y otros a una culpable sonrisa.
“El matrimonio se deriva de la naturaleza. La familia oriental difiere completamente de la occidental. El hombre es ministro de la naturaleza, y la sociedad la modifica. Las leyes se han hecho para las costumbres, y las costumbres cambian”
El matrimonio puede, por consiguiente, recibir el perfeccionamiento gradual a que todas las cosas humanas están sometidas.
Estas palabras dichas por Napoleón en el Consejo de Estado, cuando la discusión del Código Civil, impresionaron vivamente al autor de este libro…”
Como conoce la historia Napoleón Bonaparte  se casó con Josefina de Beauharnaiz, para ella fueron sus segundas nupcias y ya contaba con dos hijos,  y luego se marchó a la Campaña de Italia obteniendo allí parte de su mito como estratega militar. Josefina fue coronada Emperatriz junto a su esposo en 1804  y años después Napoleón le pediría el divorcio – aconsejado por su ministro Talleyrand- aduciendo el que ella no podía tener hijos y casarse con  la Archiduquesa María Luisa de Habsburgo-Lorena, llegando a tener un heredero y consolidando una unión diplomática con la casa real austriaca. En el ínterin Napoleón se enamoró de la Condesa polaca María Walewska con quien también tuvo un hijo.
En el libro además de muchas deliciosas historias matrimoniales, Balzac expone lo que para él son las razones por las que un hombre podría casarse:

Por Ambición… esto es muy conocido

Por Bondad, para libertar a una hija de la tiranía de su madre

Por Cólera, para desheredar a los parientes colaterales

Por despecho de una amante infiel

Por Enfado de la deliciosa vida de soltero

Por Fealdad, temiendo que llegue un día en que no pueda encontrar mujer

Por Ganar algo, como Lord Byron que lo hizo por ganar una apuesta

Por Honor, como Jorge Dandín

Por Interés, como se hace casi siempre

Por Juventud, como lo hace un colegial atolondrado

Por Locura, y el matrimonio siempre lo es.

Por Maquiavelismo, para heredar cuanto antes de una vieja.

Por Necesidad, para legitimar a nuestro hijo.

Por Obligación, cuando la novia ha sido frágil.

Por Pasión, para curarse de ella.

Por Querella, para acabar un pleito.

Por Reconocimiento, y es dar más de lo que hemos recibido.

Por Sabiduría, como lo hacen todavía los doctrinarios.

Por Testamento, cuando un tío muerto hace un legado con esa condición.

Por Usanza, para imitar a los antepasados.

Por Vejez, para tener quien lo cuide a uno durante los últimos años de su vida.

Por Yatidí, que es la hora de acostarse y significa todas las necesidades de esa hora entre los turcos.

Desde la época que se escribió este libro en 1829, algunas razones han quedado vigentes, otras no tanto y acaso algunas hayan sufrido una leve transformación para actualizarse.

Queda en la conciencia de cada uno saber porque lo hizo. Mientras tanto me voy acercando al final de la novela de Hustvedt y en algunos casos confirmando o conociendo de novo los diversos matices de la naturaleza humana.




miércoles, 11 de julio de 2012

Mi Residente, el Gótico


Ser interne des hôpitaux (interno de hospital) es una de las metas de todo estudiante  de Medicina. Trabajar todos los días, incluso hasta de noche. El Interno es una tradición académica que puede rastrearse hacia finales del siglo XVIII, luego William Osler crearía el sistema de residentado para formar especialistas en la segunda mitad del siglo XIX e incorpora una jerarquía más dentro de las ciudadelas de la enfermedad que son los hospitales.
Un hospital. Mi hospital, pueblo chico hecho de palacetes de otro tiempo, con una arquitectura afrancesada de inicios del siglo pasado: techos altos, columnatas, estatuas y amplios jardines. La ciudadela es bella durante el día pero la oscuridad de la noche le impone un tinte tenebroso.  Ahora solo voy al hospital durante el día, pero recuerdo vivamente mis caminatas nocturnas obligatorias atravesando los jardines y patios,  sobre todo cuando la neblina y la llovizna creaban un ambiente mortecino y los sobresaltos no eran pocos, como al movimiento brusco de los arbustos, el vuelo de un animal alado, los llantos desgarradores provocados por una muerte cercana o, cuando el cansancio inducía la ilusión de movimiento a las estatuas antropomorfas de los jardines. Aquellos paseos nocturnos si se le podían llamar así configuraban casi una historia de aparecidos.
Pero la siguiente historia es terrenal, al menos eso parece. Es una historia de Residentes, o mejor varias, de aquellos médicos en  entrenamiento que pueblan un  hospital docente, con rendimientos dispares que van desde reconfortantes a desalentadores hasta el ingrato extremo de convertirse en  una tortura para tutores como yo, con poca tolerancia al error en situaciones críticas. Pero solo  hasta hace poco no me enfrentaba a un nuevo tipo de residentes: los sobrenaturales.
M, así lo llamaré pues  debo confesar que no estoy seguro de su nombre o inconscientemente no lo recuerdo, nos fue presentado hace casi un mes y su presencia en nuestro pabellón fue espectral. En su primer día apenas saludó con una sonrisa y se quedó callado el resto de la visita. Luego de enviarlo con la Interna a que le haga un tour por el hospital para conocer los lugares de interés como  radiología, laboratorio, emergencia, cuidados intensivos, entre otros, lo perdí de vista. Hasta allí todo bien y atribuí su silencio inicial a timidez, tacto o simplemente la inseguridad del recién llegado.
Pero el silencio continuó al pasar los días. M no devolvía el saludo que doy a mi equipo cada mañana y, mientras caminábamos hacia el sector de pacientes, parecía seguir al grupo pero desaparecía sin dar explicación ni dejar rastro, para reaparecer de súbito al costado de la cama del paciente. M quedaba mudo y quieto, con la mirada fija al infinito, sin articular palabras o ideas luego de una pregunta suelta. A pasar al siguiente paciente, M  desaparecía pero casi de inmediato lo encontraba sentado en la estación de enfermeras hojeando papeles, unos metros más allá de donde estábamos. Su presencia se había convertido en algo fantasmal, como los hechos de un cuento de fantasmas.
Cuentos que se habían vuelto recurrentes, como los de dos residentes que expiaron su rotación por mi sector unos meses atrás. Uno de ellos, siempre llegaba una hora tarde, empujaba de pronto una de las puertas de acceso, entraba apurado con ese  aspecto particular, delgado, casi calvo, de barba rala y con cabellos largos y desordenados, tenía en los ojos una permanente mirada de asombro que, junto con el mandil y la camisa abiertos, daba el aspecto de una alma aterrada que huía de algo o alguien y, aunque este sí saludaba, su andar rápido por el pasillo no admitía conversaciones y solo lo veía perderse a través de una de las puertas laterales. A la larga nunca estuve seguro si su presencia era real en el pabellón. Yo ya me había acostumbrado a su paso fantasmal raudo y anónimo que siguió igual hasta el día que desapareció definitivamente. El otro residente llegó casi al mismo tiempo con la misma actitud huidiza del primero, era de aspecto rechoncho y correctamente vestido pero, siempre hay un pero con estos casos, tampoco hablaba y sus pasos cansinos lo colocaban siempre en las márgenes del grupo, ocultándose de mis preguntas y si bien su mirada lucía perdida, tenía cincelada una eterna mueca que parecía una sonrisa sardónica, como la de un demonio juguetón, que no se borraba ni en las situaciones más críticas que nos tocaba enfrentar con los pacientes. Lo que ambos residentes tuvieron en común fue no examinar a los pacientes y no emitir opinión, como si su presencia entre nosotros fuera inmaterial.
Así era M, con apariciones por el pabellón que se hicieron sucesivas y cotidianas al punto que se convirtió en parte de la decoración, como los fantasmas de los castillos. Llegué a acostumbrarme, pero no del todo, ya que no dejaba de sorprenderme aquel mutismo e inexpresividad que apenas hacia contraste con la arquitectura del lugar, gruesas columnas, techos altos, claraboyas y ventanas de madera que crujían al batirse. Como la actitud de M ya rozaba con un estado de resistencia militante, opté por ignorar su presencia y como en algunos cuentos extraordinarios no le di importancia al fantasma y hasta me preguntaba si realmente M era capaz de reflejarse en un espejo.
Eso fue hasta cierto día cuando aparecieron unas notas ajenas y anónimas escritas en una de las historias, sin alguien que reclamara su autoría asumimos que eran de M, quien había pasado el umbral del silencio sepulcral para hacer obras materiales, una obra que me recordaba a la mano que escribía una profecía, descrita en el libro de Daniel. Pero al revisar la nota me di cuenta que de haberlas seguido, la enfermedad de mi paciente no habría mejorado en el corto plazo, así que me acerqué a M y le pedí que no escribiera notas inconsultas. Le mencioné además que tal prohibición no afectaba su libertad para opinar y aportar en el manejo de los pacientes. La mirada absorta me sugería que tal vez hablaba por gusto. Sin embargo, las notas desaparecieron pero M continuaba sin hablar y solo nos acompañaba para desaparecer de pronto por uno de los recovecos del pabellón.
Durante los días siguientes M continuó con las mismas actitudes y adquirió una conducta recurrente, la de quedarse horas hojeando los archivos de las historias ya sin hablar con nadie. Un día de aquellos no lo vi más y me dijeron que su periodo de entrenamiento había concluido. Cuál entrenamiento, me pregunte si todo aquel tiempo se había comportado como un espectro, tal como sus antecesores, M había divagado entre las camas de los enfermos como si portara inmateriales y  pesadas cadenas.
Las cosas en mi servicio no cambiaron mucho luego de la partida de M, solo que ya no respirábamos su presencia espectral. Si yo creyera en el mesmerismo hubiese dicho que tal ausencia nos hacia sentir el aire mas ligero y que actualmente nos sentíamos mas distendidos como equipo. Pero a veces pienso si esto no se va a convertir en una constante en los tiempos que vienen, seres espectrales que cada vez son mas comunes que me inducen a imaginar si el extraño vendré a ser yo en un futuro cercano.
Sin embargo, pase lo que pase conmigo, si usted se encuentra con uno de aquellos sobrenaturales en los pasillos oscuros de algún hospital del país, tenga cuidado, no grite, solo le sugiero que pida ayuda lo más pronto posible.

miércoles, 6 de junio de 2012

Mi paciente, el Pongo


De manera casual esta mañana dos imágenes similares se me han superpuesto nítidamente en el lapso de minutos: un hombre desmoralizado y con el rostro abatido por las circunstancias, en dos situaciones distintas, en una sala de hospital, la otra, en un fresco renacentista.

Mi paciente está sentado sobre un costado de la cama con el desayuno sin terminar. La iluminación tangencial que llega por la ventana acrecienta una  mirada cansina y extraviada. Es un hombre de 62  años que se  queja de un dolor debajo del esternón. No puede comer pues no tiene hambre y si lo hiciera sabe que se llenaría muy pronto, se sentiría hastiado y  llegaría al vómito. Sabe además que al no comer seguirá perdiendo peso como en los últimos meses. Es un adelgazado agricultor ayacuchano, de grandes manos encallecidas y acostumbrado a comer bien antes y después de su jornada en la chacra, en una quebrada ayacuchana fría e inhóspita. Visto de esa manera, mi paciente da la apariencia de uno de los pongos de las ficciones de Arguedas.  

 Me dice que su chacra queda en Distrito Pacaycasa –Anexo Convención, Provincia Huamanga, Ayacucho, así lo relata, de corrido y arrastrando las eses cuando le pregunto de dónde viene. Me comenta que siembra papita, maicito y verdurita, a veces también oca, las que vende cada tres meses en Huamanga. Usa una yunta en la chacra de menos de una hectárea y cada cierto tiempo trabaja como peón, ganando a destajo, para mantener a su familia, esposa y un hijo que aún vive con él, pues el resto ya vive en Lima. Hace dos meses comenzó con los dolores, me dice mientras sus manos grandes y callosas localizan el estómago, refiere que el frío inundaba toda aquella área y no lo dejaba comer. Se fue a una posta y le dieron unas pastillas pero que no lo calmaron. Así que visitó el hospital de Huamanga. Allí los doctores lo miraron, lo examinaron y luego murmuraron entre ellos, algo llegué a escuchar que decían, gastritis crónica y me dijeron que fuera a Lima, que no podían ayudarme. Como tenía aquí a mis hijos, me vine.

 Ya con nosotros, por los síntomas lo enviamos para una endoscopía. Un tumor extenso que invadía el antro gástrico hacía imposible avanzar hacia el píloro. Para confirmar el diagnóstico el gastroenterólogo mordió el tumor con la pinza del endoscopio y la muestra fue sumergida en formol. Unos días después el resultado de la biopsia fue un Adenocarcinoma de estómago.  Se lo contamos a la familia primero, pero no estaba seguro que me entendieran. En esas circunstancias la primera pregunta es, cuánto tiempo vivirá. Respuesta que me es imposible hallar. Imaginé entonces que hablar de probabilidades, de estadios o de supervivencia, palabras habituales en Oncología, era inútil. Así que les dije que antes de dar una respuesta necesitaba una Tomografía para averiguar la extensión del cáncer y poder darles una mejor respuesta.

 Lo imagino dentro del escáner, mirando el cielo raso blanco y aséptico del cuarto de radiología, en lugar del cielo azul con copos de nubes de su tierra. Todo ese tiempo mi paciente, el pongo, solo se cogía la zona del estómago y me decía, ayúdame papá.  Me extendía la mano que luego yo estrechaba para decirle que no se preocupara. Minutos después pusimos las placas sobre la pantalla, allí estaba el tumor, atracando el flujo hacia el píloro, y provocando una distensión anormal del estómago, una inmensa bolsa completamente llena de comida estancada, ahora convertida en detritus, que me recordó lo que decía mi paciente, eructo y siento como comida guardada. 

Siguiente paso: llamar a Cirugía  para extirpar el tumor y destapar la obstrucción. Decisión correcta. Pero las cosas no siempre suceden como uno espera. Durante aquella tarde, un cirujano joven pegado a sus procedimientos consideró que la desnutrición de mi paciente, premisa válida, impedía la cirugía y la condicionó a diez días  previos de nutrición intravenosa (parenteral). Pero como  el procedimiento no era gratuito, se convirtió en un obstáculo. Todo esto se los dijo a los familiares en ausencia de nosotros.

 Al día siguiente, mi equipo me comunicó la decisión de la familia: alta voluntaria, que los hijos ya habían cumplido con los trámites, que mi paciente saldría en un par de horas. Dejé pasar el asunto. Pero unos minutos después mientras llenábamos unos formularios, me asaltó una idea, creo que fue más un remordimiento. Junté a mi equipo y les lancé esta frase: no tienen la culpa el no haber llevado un curso de humanidad, creo que han pecado por desconocimiento. Me miraban perplejos pero no les hice ningún reproche. Solo les pedí que me siguieran e hice llamar a los hijos, a quienes les pregunté sus razones para retirar al padre. Las palabras de aquel cirujano fueron contundentes. La nutrición era imposible de pagar y se llevarían a su padre de regreso a su tierra. Les dije que respetaba su opinión pero les advertí que dejarlo ir era someterlo a un padecimiento muy cruel, el morir de hambre, pues por más que intentaran darle de comer, la comida no sería digerida. Su estómago era como un puquio estancado, sin capacidad de nutrir. Les pedí tiempo esa mañana para darles otra solución. Mientras conversaba con ellos, mi mente fabricaba posibles soluciones.

Busqué a otro cirujano, un amigo con quien trabajé en la emergencia,  a quien puse al tanto de todos los detalles y le pregunté si era factible operar en tales condiciones. Me dijo que sí, siempre y cuando intentáramos nutrir al paciente. Acepté el reto y minutos luego les hice la propuesta a los familiares. Habíamos encontrado una solución intermedia y sin mayores costos, su padre podría comer, aunque de manera distinta, y podrían tenerlo consigo en buenas condiciones por un tiempo no precisado, pero aparentemente algo prolongado, lo suficiente para tener el resto de sus días una vida digna con la familia. Ellos me miraron y tanto en sus miradas como en sus frases y en el apretón de manos que selló el compromiso, me hicieron sentir que me transferían una responsabilidad enorme, toneladas de esperanza cayeron sobre mis hombros y la sensación ficticia de un poder que no tengo, como el de tumbar a la muerte. Además por unos instantes me dio la impresión que me consideraban alguien muy cercano y hasta me ofrecieron regalarme algo de su chacra, algo que decliné con una estudiada cortesía.  Al voltear hacia mi equipo, me fijé que me habían seguido en cada una de las frases de un diálogo que parecía infinito, y en su mirada sentí que les había revelado, tras esa muralla de profesionalismo que construyo a mí alrededor, una pizca de mis sentimientos reales. Solo atiné a decirles, poniendo mi cara más dura, que teníamos que ir a la sala de radiología para ver las placas de otro paciente.

Ahora, solo una semana después, mi paciente el pongo está en la sala de cirugía esperando su turno operatorio. Lo nutrimos como pudimos, con los recursos disponibles, para asegurar un nivel de proteínas suficientes para que peguen las suturas. Esta mañana fui a verlo acompañado de mis jóvenes alumnos del curso de  introducción a la clínica, para darle ánimo, uno de ellos era su “médico”. Allí estaba el Pongo, con una media sonrisa en medio de la angustia que debe ser esperar una cirugía mayor. Se había borrado aquel rostro abatido. Nos dimos la mano y mis alumnos lo llamaban Señor Juan y no simplemente cáncer gástrico, como puede ser lo usual. Estaban recibiendo sin saber ese curso de humanidad, el mismo que yo recibí de mis maestros.

Es que muchas veces la mejor enseñanza es el ejemplo, aunque sea el camino más difícil.


viernes, 1 de junio de 2012

Hoyo en Uno



Mi paciente tiene un hueco en la cabeza, literalmente. Camina, conversa y come normalmente, casi. La primera vez que lo vi tenía un sombrerito muy simpático y se le veía muy saludable, al extremo que pensé llamarle la atención a mi residente por tener hospitalizado a un paciente que lucía tan bien y que podía seguir su tratamiento en forma ambulatoria.
Lo singular comenzaba a descubrirse cuando se quitó el gracioso sombrero. Una gasa le cubría la mitad izquierda del cráneo que decidí no retirar hasta que termine de contar su historia. Es una manía personal, el no dejar que la historia se contamine, que ese cuento casi fantástico que es la enfermedad fluya sin interrupciones. Como una película sin comerciales.

Tiene 67 años y hace unos ocho meses, caminando en casa resbaló al pisar una cáscara de plátano. Se golpeó la cabeza entre otras partes del cuerpo. Más allá del susto no hubo otro problema. Pero unas semanas después su hijo notó que sus respuestas verbales y motoras estaban cada vez más lentas. Él también sentía que la vida iba más despacio. Lo llevaron al médico. Se hizo la tomografía. Me encontraron un coágulo, me dijo. Lo operaron. Y todo salió bien, al parecer.
Semanas luego de la operación, es decir hace mes y medio sintió que la herida le picaba y comenzó a rascarla vigorosamente. El flujo de un líquido espeso le anunciaba que la herida operatoria no había cerrado por completo. Comenzó a aplicarse sobre la herida una crema con aparentes poderes cicatrizantes. Pero el líquido fluía tenaz y constantemente. Fueron a una posta para que le pusieran un punto, pero se negaron cortésmente. Y es así como llegaron a la emergencia del hospital.

Levanto la gasa y observo una abollada bóveda craneal, a la altura del parietal izquierdo hay una hendidura y un pequeño agujero por donde drena pus. Presiono ligeramente el piso del cuero cabelludo y brota más del líquido verdoso y espeso. El piso tiene una blandura inusual para ser hueso. El paciente está bien, sin fiebre, sin ningún otro signo corporal que delate enfermedad. Articula las palabras con destreza pero su conversación es lenta, a veces de un sostenido silencio. Lo llevo a la sala de radiología.
La tomografía muestra los hemisferios cerebrales normales, sin infartos, hemorragias o abscesos. Pero se nota una fractura en el parietal y allí está: el hueso no terminó de soldarse y dejó un hoyo. Tiene el diámetro de una moneda de un centavo. El orificio de salida ¿será sólo pus? Una imagen borrosa en la tomografía a nivel del hoyo me hace dudar si por allí no hay una protrusión de masa encefálica, un escape de las “mariposas del alma” como les llamaba Ramón y Cajal  a las neuronas.

Pero el paciente luce saludable y comienzo a fabricar mi hipótesis: De tanto rascarse la herida el paciente la contaminó. La infección del cuero cabelludo descendió al hueso y se extendió por su matriz cálcica provocando una osteomielitis del parietal, pero las meninges si habían cicatrizado y sobre todo la duramadre, la capa más gruesa y externa había funcionado como toldo protector, protegiendo al cerebro del medio ambiente.

Utilizo un sólo antibiótico y llamo al neurocirujano quién lo programa en sala de operaciones. Mientras tanto curábamos la herida que seguía drenando. Unos días después, en el teatro operatorio se confirmó exactamente mi hipótesis, me contaron que luego de la trepanación de un hueso carcomido y purulento, allá debajo en un plano inferior una duramadre firme, pulsátil y vital protegía su preciado contenido de todo daño externo. Hoy conversé con mi paciente, dos días luego de la operación, tenía una toalla sobre la cabeza que cubría la herida. Su conversación era fluida pero algo lenta. Acaso la poderosa reacción inflamatoria que sucede milímetros arriba irradia negativamente sobre las sinapsis neuronales.

Pero ya está fuera de peligro, el hoyo está tapado con un material sintético y continúa con antibióticos. Me despido del paciente con un apretón de manos.

Afuera de la sala de neurocirugía el día luce nublado pero no siento frío. Camino deprisa para seguir con mi trabajo de todos los días.

Un caso resuelto y un diagnóstico redondo, como un hoyo en uno

lunes, 28 de mayo de 2012

Tormenta Eléctrica




El cerebro es una caja vital y perturbadora. Vivimos sometidos a las conexiones cerebrales y dependemos de su buen funcionamiento. Pero a veces el cerebro nos juega malas pasadas con resultados trágicos, como en el caso de uno de mis pacientes, quien llegó a la Emergencia traído por los bomberos  rotulado como un NN. Como uno de los tantos que aparecen a orillas del hospital: indigestos, intoxicados, acuchillados, atropellados, baleados, borrachos, asaltados y despojados no sólo de sus pertenencias sino también de su identidad.

Allí estaba. Sudoroso, sucio y de mirada extraviada. Tenía ampollas en las plantas de los pies, como si hubiera caminado descalzo en una larga ruta. Estaba sujeto a la cama mediante amarras de brazos y piernas. Me recordaba a uno de los tantos que atendí cuando trabajaba en la Emergencia, donde cada turno era una batalla. NN ya había pasado por una evaluación previa que descartaba fracturas o hemorragia. Me miraba y no respondía a ninguna de mis preguntas y sus ojos seguían algún objeto imaginario que revoloteaba alrededor nuestro.

Pupilas normales. Buenos reflejos. Músculos activos. Meninges indemnes. Sensibilidad normal. Solo la conciencia extraviada en algún rincón del cerebro. Tomamos una muestra de sangre para descartar cualquier anomalía metabólica que lo haya llevado al extravío. Debido a la ausencia de familiares no fue posible enviarlas al laboratorio toxicológico que está fuera del hospital.

Luego de las conjeturas clínicas de rigor, decidimos hidratarlo y darle de comer una papilla. Ya había recibido horas antes la infusión profiláctica de un anticonvulsivante. Horas más tarde, sus ojos podían seguir el diálogo y sólo respondía como nombre el de Guido. Decidimos esperar.

A la mañana siguientes  los movimientos de Guido se hicieron cíclicos y sincopados, primero fue el pie, luego la pierna, el muslo, el brazo y finalmente la cara que hacía muecas, todos al mismo tiempo. Las pupilas clavadas a un punto fijo del infinito y con la salivación incesante. La Fenitoína era insuficiente así que fuimos por el Fenobarbital, aquella droga sobreviviente de una generación mitológica, como el Amital, el Seconal  o el Pentotal, drogas favoritas para aquellos suicidios cinematográficos de los 60’s. Gota a gota el fenobarbital logró su cometido y Guido se calmó, quedando tranquilo en un sueño inducido. Pasó el resto del día tranquilo e incluso probó algo de comida.

Al día siguiente lo llevamos al laboratorio de Neurología buscando una fuente puntual de descarga epiléptica, ya que su tomografía cerebral no mostraba lesiones. Allí le colocaron los electrodos sobre imaginarias coordenadas del cráneo, siguiendo una geometría que explore  toda la actividad eléctrica del neocortex. Al encender el equipo se dibujaron las ondas cerebrales en la pantalla, ondas que avanzaban lentamente como cardúmenes de peces en mar tranquilo, azules para el lado derecho y rojas para el lado izquierdo del cerebro.

Hasta que de pronto, se inició el ataque. La convulsión, fenómeno paroxístico de descargas anormales, excesivas e hipersincrónicas de un grupo de neuronas cerebrales, anunciaba bruscamente su presencia. Primero el pie, luego el brazo y todo un hemicuerpo fueron asaltados por el desmedido torrente eléctrico de las neuronas. En ese momento, la pantalla se inundó de frenéticos trazos, una mitad roja y la otra azul, que duraron lo mismo que las convulsiones. Se calmó unos segundos pero no pasaron ni unos segundos cuando el ataque regresó con furia. Esta vez más con más violencia que hacía parecer a la pantalla del equipo como un sismógrafo enloquecido. Un protector bucal y un sedante endovenoso hicieron bien su trabajo y Guido se quedó quieto.

Me preguntaba que podía haber vuelto locas a las neuronas, aquellas complejas células que Santiago Ramón y Cajal en 1903 hizo evidentes sumergiendo el tejido cerebral a calentamiento con nitrato de plata. Al respecto escribió:


Como si la naturaleza se hubiera propuesto ocultar a nuestras miradas el maravilloso artificio de la organización, la célula, el misterioso protagonista de la vida, se recata obstinada en la doble invisibilidad de lo pequeño y lo homogéneo. Texturas formidablemente complejas se presentan al microscopio con la albura, igualdad de índice de refracción y virginidad estructural de una masa gelatinosa.

En su oportunidad Ramón y Cajal encontró dentro de tales células una variedad de neurofibrillas que cambiaban de aspecto frente a estímulos diversos, ellas eran las responsables de transmitir los impulsos eléctricos que transforman nuestros estados de ánimo y nuestras funciones vitales. Cien años más tarde y con miles de leguas de avance tecnológico, Guido frente a nosotros tenía una ataque de epilepsia, una posesión demoniaca medieval ahora explicada como una descarga paroxística neuronal, al igual que una gran tormenta eléctrica empezaba con un leve goteo para luego sucederse en una tempestad, turbulenta y arrasadora, mezclada de truenos y relámpagos. La descarga neuronal de Guido lo había dejado devastado, tendido en la camilla de pruebas.

Unas horas después ya en su cama, mediante una lectura de huellas digitales descubrimos la identidad de Guido, su nombre completo, fecha de nacimiento y dirección.  Pero lamentablemente cuando la asistenta social llegó a la zona indicada nadie dijo conocerlo.

Ahora intentamos lanzar la noticia por radio y televisión con la esperanza que desde algún lugar lo reclamen como suyo, pues todo ser humano no puede desligarse de su estirpe. Mientras tanto, tenemos a Guido en un mutismo inducido por una combinación de barbitúricos, valproato y fenitoina, con esporádicas salvas de aquellos terremotos que asaltan su corteza cerebral.

Y yo en suspendido en la conjeturas acerca de lo que le pasó a Guido antes de llegar al hospital, en la ilusión, espero no vana, de encontrar una salida lo mas rápido posible al laberinto neuronal en el que me encuentro.