De
manera casual esta mañana dos imágenes similares se me han superpuesto nítidamente
en el lapso de minutos: un hombre desmoralizado y con el rostro abatido por las
circunstancias, en dos situaciones distintas, en una sala de hospital, la otra,
en un fresco renacentista.
Mi
paciente está sentado sobre un costado de la cama con el desayuno sin terminar.
La iluminación tangencial que llega por la ventana acrecienta una mirada cansina y extraviada. Es un hombre de
62 años que se queja de un dolor debajo del esternón. No
puede comer pues no tiene hambre y si lo hiciera sabe que se llenaría muy
pronto, se sentiría hastiado y llegaría al
vómito. Sabe además que al no comer seguirá perdiendo peso como en los últimos
meses. Es un adelgazado agricultor ayacuchano, de grandes manos encallecidas y
acostumbrado a comer bien antes y después de su jornada en la chacra, en una
quebrada ayacuchana fría e inhóspita. Visto de esa manera, mi paciente da la
apariencia de uno de los pongos de las ficciones de Arguedas.
Siguiente
paso: llamar a Cirugía para extirpar el
tumor y destapar la obstrucción. Decisión correcta. Pero las cosas no siempre
suceden como uno espera. Durante aquella tarde, un cirujano joven pegado a sus
procedimientos consideró que la desnutrición de mi paciente, premisa válida, impedía
la cirugía y la condicionó a diez días previos de nutrición intravenosa (parenteral).
Pero como el procedimiento no era gratuito,
se convirtió en un obstáculo. Todo esto se los dijo a los familiares en
ausencia de nosotros.
Busqué
a otro cirujano, un amigo con quien trabajé en la emergencia, a quien puse al tanto de todos los detalles y
le pregunté si era factible operar en tales condiciones. Me dijo que sí,
siempre y cuando intentáramos nutrir al paciente. Acepté el reto y minutos
luego les hice la propuesta a los familiares. Habíamos encontrado una solución
intermedia y sin mayores costos, su padre podría comer, aunque de manera
distinta, y podrían tenerlo consigo en buenas condiciones por un tiempo no
precisado, pero aparentemente algo prolongado, lo suficiente para tener el
resto de sus días una vida digna con la familia. Ellos me miraron y tanto en
sus miradas como en sus frases y en el apretón de manos que selló el
compromiso, me hicieron sentir que me transferían una responsabilidad enorme,
toneladas de esperanza cayeron sobre mis hombros y la sensación ficticia de un
poder que no tengo, como el de tumbar a la muerte. Además por unos instantes me
dio la impresión que me consideraban alguien muy cercano y hasta me ofrecieron
regalarme algo de su chacra, algo que decliné con una estudiada cortesía. Al voltear hacia mi equipo, me fijé que me
habían seguido en cada una de las frases de un diálogo que parecía infinito, y
en su mirada sentí que les había revelado, tras esa muralla de profesionalismo
que construyo a mí alrededor, una pizca de mis sentimientos reales. Solo atiné
a decirles, poniendo mi cara más dura, que teníamos que ir a la sala de
radiología para ver las placas de otro paciente.
Ahora,
solo una semana después, mi paciente el pongo está en la sala de cirugía
esperando su turno operatorio. Lo nutrimos como pudimos, con los recursos
disponibles, para asegurar un nivel de proteínas suficientes para que peguen
las suturas. Esta mañana fui a verlo acompañado de mis jóvenes alumnos del
curso de introducción a la clínica, para
darle ánimo, uno de ellos era su “médico”. Allí estaba el Pongo, con una media
sonrisa en medio de la angustia que debe ser esperar una cirugía mayor. Se
había borrado aquel rostro abatido. Nos dimos la mano y mis alumnos lo llamaban
Señor Juan y no simplemente cáncer gástrico, como puede ser lo usual. Estaban recibiendo
sin saber ese curso de humanidad, el mismo que yo recibí de mis maestros.
Es
que muchas veces la mejor enseñanza es el ejemplo, aunque sea el camino más difícil.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario