viernes, 23 de mayo de 2014

Disquisiciones alucinógenas


Mi experiencia más cercana con alucinógenos ocurrió en una fría sala de operaciones rociada con el inconfundible olor a asepsia. El anestesiólogo me colocó una mascarilla y me pidió que contara hasta tres.  Obediente para mis tareas, continué aspirando el éter más allá de tres y en lo que podría ser el ingreso al sueño profundo, sobre el  fondo negro que era mi visión, una estrellita sonriente saltaba una y otra vez sobre una cadena móvil de montañas. No recuerdo mucho más, solo que desperté ya operado  en el cuarto de la clínica. Desde entonces, la fiebre alta de mis múltiples resfriados infantiles y el tratamiento con jarabes para la tos, me harían ver la misma estrellita saltarina además de sentir que caminaba sobre algodones  o que escuchaba  las voces con un ligero eco.

Tiempo después, las alucinaciones de otros llamarían mi atención en aquellos orates que gritaban a seres imaginarios en la calle o en la imperiosa curiosidad al escuchar las conversaciones de adultos acerca de los “diablos azules” secundarios sufridos por algún conocido luego de una potente intoxicación alcohólica. Años más tarde, las encefalopatías y las psicosis se convertirían más que curiosidad en uno de mis  objetos de estudio.

Las alucinaciones y los alucinados, como los epilépticos, marcaron por muchos años ciertos aspectos de la humanidad. Una locura que muchas veces se confundía con las prácticas místicas, con viajes trascendentales del alma o con emprendimientos épicos. El camino a las alucinaciones por lo general era producto de alguna enfermedad mental como la esquizofrenia, otras veces por infecciones cerebrales no reconocidas entonces, pero otras fueron provocadas primero por accidente, luego por repetición, del consumo de plantas alucinógenas como amapolas, khat, burundanga, hachís, vistosos hongos psilocibios, peyote, ayahuasca y el famoso cornezuelo del centeno, éste último un moho (el hongo Secale cornutum)  que crece sobre el cereal.

El cornezuelo del centeno es singular en la historia de la medicina. Sus componentes químicos dieron lugar  a grandes envenenamientos masivos en la Alta Edad Media, resultantes de la intoxicación con ergotamina –hoy tratamiento de la migraña- provocando la necrosis de las extremidades, llamada peste gangrenosa  (ergotismus  gangraenosus) y que podía llegar hasta las convulsiones (ergotismus convulsivus). Tales envenenamientos fueron llamados ignis sacer o fuego sacro y tuvieron como patrono cuidador a San Antonio. Pero del cornezuelo del centeno salió también la ergobasina, conocida por sus propiedades de contraer el útero y prevenir las hemorragias post parto. Desde los laboratorios de Alemania se extrajo otro alcaloide conocido como sustancia 25,  con efectos distintos a los anteriores. Se  le llamó Lyserg säure diäthylamid, conocida mundialmente como LSD.

LSD, cannabinol (marihuana, hachís), mescalina (peyote), dimetiltriptamina (ayahuasca), opio (bajo la forma de láudano) y sus derivados, los opioides (Morfina, Heroína, entre otros) actúan activando diversos receptores neuronales ya presentes en el cuerpo. Los seres humanos tenemos los mismos receptores pero nacemos con combinaciones distintas,  estamos predestinados genéticamente. Por ejemplo, para los opioides tenemos los receptores alfa, delta, kappa y dentro de cada uno de ellos hay variedades (1, 2, 3, etc.). Un barajamiento de genes determinará nuestra clave de susceptibilidad a las drogas psicoactivas o a nuestras morfinas endógenas, las endorfinas, aquellos neurotransmisores que nos da la sensación de paz, placer y bienestar. No en vano una inyección de heroína provoca una rápida sensación de placer, similar a un orgasmo, para luego embarcar al individuo en un desfile alucinatorio.

Las alucinaciones abren las puertas de la percepción, sobre todo de los colores y las formas, que se expresaran en tonalidades intensas y caprichosas. Aldous Huxley, autor de Un Mundo Feliz, al probar mescalina en un experimento, creyó encontrar los orígenes y la esencia del universo en un ramo de flores o en las patas de una silla. Del mismo modo, los brujos de la tribu adquirían la capacidad de entrar al  mundo de los sueños, los dioses y las almas perdidas. Pero no solo ellos, en un momento de la historia los médicos solo eran curanderos y brujos, luego sacerdotes. Solo con el tiempo, la observación sistemática y el desarrollo de la filosofía natural se encargaron de abrir los caminos divergentes entre ciencia y religión.

De este modo, las drogas psicoactivas permitían atravesar el espejo que divide los mundos pero a un alto costo, el de la enajenación y la adicción. De una manera u otra, grandes pensadores, escritores, músicos, artistas plásticos caían en forma temporal o permanente en el campo de los alucinógenos.

Si esto contribuyó a su grandeza es difícil decirlo. Lo mismo podríamos decir de todos aquellos que sufrían de depresión, esquizofrenia o manía. Pero algo debe existir en aquellos cerebros que han construido cortocircuitos, truenos y relámpagos entre sus conexiones neuronales. Aquellas personas podían lograr estados extremos y sublimes de sensibilidad y creatividad como por contraste podían comportarse de un modo que volvían miserable su propia vida o la de sus seres más cercanos.

Cielo e infierno son capaces de coexistir y alternar en cada uno de nosotros, acaso la culpa sean las dosis de nuestros neurotransmisores, los propios o los ajenos. Ahora ya sabemos cómo funcionan nuestras neuronas y sus sustancias, ya no podemos dar explicaciones elípticas como uno de los médicos que creó Moliere cuando explicaba que el opio hacía dormir porque tenía la propiedad dormitiva.

La vida, como nuestra conciencia y nuestra percepción de la realidad, es una puerta giratoria, que unas veces podemos dominar y otras quedar a merced de fuerzas ajenas a nuestra voluntad o a las de un inquieto demiurgo farmacológico.

lunes, 12 de mayo de 2014

Gritaban las cajas de algodón en el hospital


Hijo de Jesús de Denis Johnson es una colección de relatos o una nouvelle fragmentada cuya clasificación se la dejo a los especialistas. Lo cierto es que el libro es una galería de historias de junkies, seres humanos desarraigados de los cánones sociales, que entran y salen de su conciencia a causa del efecto o abstinencia de drogas. Jóvenes extraviados en algún lugar de las coordenadas y los límites de la realidad pero desde quienes afloran chispazos de lucidez, amor y  profundidad moral pero también de una crueldad distante y aséptica hacia los demás.

Los personajes de Hijos de Jesús viven con altos niveles en sangre de marihuana, heroína, psicofármacos o alcohol. Hacen autostop, revolotean dentro de los hospitales, habitual refugio para intoxicados, donde contra lo que pudiera creerse a veces no hay una clara distinción de comportamiento entre el personal y los pacientes.

La cantidad de psicofármacos legales producidos en el mundo exceden largamente el número de consumidores formales. El excedente es filtrado entonces hacia el mercado negro. Debido a ello, nuestro personaje principal y sus eventuales compañeros de ruta disfrutan de algunos comprimidos de LSD, anfetaminas, fenciclidina, pentazocina, opiáceos, antihistamínicos, extractos de hongos o heroína que toman indistintamente y de acuerdo a la disponibilidad en el mercado. Una mezcla que llevará a nuestros amigos a estados de alucinación, despersonalización, paranoia y confusión.

Aquellas pastillas que nuestros personajes llevan en los bolsillos, que mastican y sienten “…con un sabor parecido al olor de la orina, otras a algo quemado, otras a tiza…” provocan estados mentales que aumentan la percepción de los sentidos, donde el entorno se percibe como propio en colores y sonidos intensos. Mientras el cuerpo pierde materia y se funde en el ambiente,  surge una sensación aparente de mayor actividad mental, los pensamientos afloran con mayor fluidez. Por eso nuestro personaje siente, en una oscura tarde lluviosa, que le han arrancado el revestimiento de las venas y conoce cada gota de lluvia por su nombre. Es por el efecto farmacológico que Georgie, el limpiador del hospital, escucha chillar a sus zapatos que han pisado un charco de sangre en el tópico de emergencia. A nuestros personajes se hacen borrosos los límites entre alucinación y realidad, incluso luego de una inyección de “vitaminas” en una clínica de desintoxicación:

Llovía. Helechos gigantes sobre nosotros. El bosque se deslizaba por una colina. Podía oír un arroyo correr entre las piedras. Y ustedes, ustedes, gente ridícula, ustedes esperaban que yo les ayudase

En esta travesía de seres intoxicados por drogas psicoactivas, con los neurotransmisores en estado de caos, se entrecruzan diversos personajes que disfrutan de un estado de cinismo, abulia y apatía pero que paradójicamente ejercitan una mayor fraternidad entre pares. En los textos de Hijo de Jesús deambulan tipos con un cuchillo incrustado en el cráneo, un sujeto que revienta el parabrisas al salir expulsado del auto en un choque frontal, un chofer que atropella una coneja preñada pero que rescata a sus fetos, otro que llega tan borracho que no se percata de la nota del gesto suicida de la esposa, la que termina muriendo sin que nadie la rescate. No hay límites claros entre la realidad y los sueños vívidos, entre el amor y el dolor, entre las fuerzas de la naturaleza y la condición humana, la bondad, la miseria o la crueldad. Es como si alguien, un Dios con un retorcido sentido del humor,  hubiera desanudado las conexiones cerebrales de un porrazo.

“¿Me creerían si les digo que había ternura en su corazón? Su mano izquierda no sabía lo que estaba haciendo su mano derecha. Ciertas conexiones muy importantes se habían quemado en su interior y ya no había conexión alguna entre un lado y otro. Si abriera tu cabeza y pasara por ahí dentro, a través de tu cerebro, uno de esos hierros al rojo vivo que se usan para soldar, yo podría convertirte en algo así”

Con el cuerpo calloso desenchufado por alucinógenos que despellejan la conciencia, haciéndola más lucida y a la vez más vulnerable, aquellas personas son víctimas de un nihilismo alucinante que se conmueven con un moribundo en sus últimos estertores, ante seres comunes que padecen una vida rutinaria o ante los habitantes de un asilo para incurables. Los personajes de Hijo de Jesús viven la pasión erótica momentánea como amor profundo pero al final todos aquellos seres de alguna manera han deshecho sus vínculos afectivos con la pareja, la familia o los hijos. Los únicos enlaces con la vida parecen ser la clínica de desintoxicación, los paisajes naturales o el Antabuse

Rodrigo Fresán, el traductor de Hijo de Jesús, advierte al lector de los sobresaltos narrativos, de las ecolalias y de las distorsiones en el tiempo y espacio de los personajes de esta obra. Se dice de los alucinógenos  provocan un estado pensamiento no lineal, de un saltar en secuencias lógicas desordenadas y en la incapacidad de razonar a través de problemas como lo hace el común de la gente. Es en esta forma de narrar, como en una alucinación psicodélica, parecen fundirse los bordes entre personaje y narrador

 ¿Se paga un precio por soñar? En esta nouvelle o serie de relatos, la transición alucinada de  los sueños a la realidad, o viceversa, se compra por unos cuantos dólares en un viaje geográfico e interior que no se agota ni una línea, hasta la siguiente desintoxicación con Haloperidol.