viernes, 28 de agosto de 2009

El Dr. Onetti




Fuente : Letrópolis

Politraumatizado, coma profundo, palidez, pulso filiforme, gran polipnea y cianosis. El hemitórax derecho no respira. Colapsado. Crepitación y angulación de la sexta costilla derecha. Macidez en la base pulmonar derecha con hipersonoridad en el ápex pulmonar. El coma se hace cada vez más profundo y se acentúa el síndrome de anemia aguda. Hay posibilidad de ruptura de arterias intercostales. ¿Alcanza? Yo lo dejaría en paz...


Confieso que ni el mejor de mis residentes hubiese llegado a este nivel de perfección clínica, la descripción tiene movimiento y va subiendo de tonalidad hasta rematar en un golpe diagnóstico. El párrafo corresponde al reporte del Dr. Rius a su viejo médico jefe en la sección Cuenta el médico del cuento Jacob y el Otro de Juan Carlos Onetti.


En el clímax del cuento, uno de los contrincantes de la lucha, sobre en un estrado improvisado en el cine Apolo del pueblo de Santa María, ha volado por los aires aterrizando entre el pánico y las sillas del auditorio. El despojo humano es recogido raudo por uno de los camilleros del hospital, en una rutina que para él, testigo de cientos de derrotas y casualidades, es como levantar un armario roto o una taza de café derramada.


A la misma hora, al otro lado del pueblo, el Médico Jefe está fumando unos cigarros y jugando póker con los amigos de siempre, acaso jugando al azar con su rutina gastada y sus luchas interiores. Dentro de sí, él desea dejar pasar un día más y para el futuro se reserva el placer de arreglar su viejo y destartalado auto. Pero esa noche debe de reparar un cuerpo maltrecho, derrotado y, como diría Loayza, prometido a la muerte. Ya en el hospital, recogido por la ambulancia y alertado por su sabio camillero durante el camino, el viejo jefe imagina lo que encontrará. Frente a la camilla, entre locetas y lámparas, escucha lo siguiente


Si quiere trabajar —dijo—, lo tiene listo en dos minutos. No hice casi nada porque no hay nada que hacer. Morfina, en todo caso, para que él y nosotros nos quedemos tranquilos. Sólo tirando una monedita al aire se puede saber por dónde
conviene empezar.


Ese fue Rius, el médico de guardia, pragmático, jugando a Dios, como muchos de nosotros en las noches de guardia o en las rondas matutinas. Haciendo predicciones sobre la vida, tirando las cartas de muerte sobre las camas de hospital. El médico jefe, aún con el tufo de cigarro y alcohol, así como la viada de la partida de póker, exclama:



A mí, los enfermos se me mueren en la mesa.


A mi también. Por lo general, pierdo luchando pero algunas veces, sea por decisión familiar o porque ya uno siente la muerte respirando la nuca y envolviendo la mortaja, es que entrego esa promesa corporal con dignidad y paz, como hacían los guerreros derrotados al rendir su espada. Con la confianza que como el oleaje o las campanadas de una iglesia, tendré una nueva oportunidad.
Y así lo hizo el viejo médico con Rius, que vio el amanecer desde la mesa de operaciones:
—Mejoría del pulso, respiración y cianosis. Recupera esporádicamente su lucidez...
—No, hermano —dijo cuando estuvimos solos—. Conmigo, cualquier farsa; pero no la farsa de la modestia, de la indiferencia, la inmundicia que se traduce sobriamente en "una vez más cumplí con mi deber”. Usted lo hizo, jefe. Si esa bestia no reventó todavía, no revienta más. Si en el club le aconsejaron limitarse a un certificado de defunción —es lo que yo hubiera hecho, con mucha morfina, claro, si usted por cualquier razón no estuviera en Santa María—, yo le aconsejo ahora darle al tipo un certificado de inmortalidad.
Después de esto sólo queda, quitarse las batas de sala, tirar los guantes ensangrentados y purificarse las manos con el agua corriente del quirófano. Para los que ya están de regreso de la vida, queda el cansancio mezclado con escepticismo, de probarse día a día retando a la vida, y a la muerte, con una nueva sorpresa. Para los nuevos, como el Fernandez del cuento, el joven camillero, la sorpresa es una conspiración del destino, como esa frase de antología:
"Alguien me estafa, la vida no es más que una vasta conspiración para engañarme”.

jueves, 27 de agosto de 2009

¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas?


No he leido la novela de Philip K. Dick, pero si me considero un fan de Blade Runner. Aunque ahora he abandonado un poco la ciencia ficción y para dedicarme a ambas por separado, es decir por un lado la investigación y docencia en Ciencias y por el otro, a la fición literaria. Estoy involucrado, parte de mi tiempo, en la creación de escenarios de Simulación Clínica. Una versión de la Verdad de las Mentiras en el campo médico o como la la ciencia ficción pisa la realidad.

Bajo la premisa que uno aprende haciendo, y según considero también equivocándose, es que se somete a los estudiantes a situaciones clínicas ficticias en un ambiente artificial, con pacientes artificiales (muñecos o dummies). Tal como se hace en las simulaciones de vuelo de los pilotos, donde la idea es probar las destrezas del entrenado y el error no traiga consecuencias en terceros sino que sirva como modelo de aprendizaje.

Paradójicamente, no deja de estremecerme la oportunidad de estar manipulando robots o maniquíes, yo que estoy acostumbrado a enfrentar la vida y la muerte en tiempo real. En carne y hueso. Los ambientes clínicos parecen los de Dr. House, E.R. o Grey´s Anatomy, pero caminando por mi hospital me doy cuenta que lo me provoca extrañeza en el centro de simulación es la perfección.

Es que se necesita de modelos imperfectos e imprecisos como los seres humanos. con todas o parte de las deformidades físicas y mentales que otorga la enfermedad. Es como esas obras literarias donde todo es bonito con personajes son 100% nobles y uno termina empalagándose de tanto dulce. Ya que la tecnología no puede ni debería alcanzar los niveles truculentos de creaciones perversas como el monstruo de Frankenstein, la computadora HAL de 2001 Odisea del Espacio o los robots de Asimov, uno podría alterar las situaciones clínicas que imiten la vida real de un hospital, y como en las simulaciones de vuelo, crear personajes (léase pacientes) y argumentos (léase enfermedades), que a pesar de ocurrir en un ambiente fantasmal, crudo y frío, encuentren obstáculos como los cotidianos, para que el lado humano, es decir el error y la respuesta al stress, configuren un ambiente real.


Mientras tanto, salgo a mi ventana a ver la naturaleza y evaluar mi proceso de creación, pensando en las Leyes de la Robótica que creó Isaac Asimov:
  1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño.
  2. Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto si estas órdenes entran en conflicto con la Primera Ley.
  3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no entre en conflicto con la Primera o la Segunda Ley.

¿Soñaran mis androides con ovejas virtuales?