jueves, 18 de diciembre de 2014

El discurso del Nobel Patrick Modiano


Fuente: www.nobelprize.org

Por varias razones, entre ellas la curiosidad y el apremio de mi taller de lecturas, estoy leyendo dos novelas del último premio Nobel, Patrick Modiano: Dora Bruder y Villa Triste. En lista de espera tengo En el café de la juventud perdida. Como reza la frase del anuncio del premio que le fue concedido por “el arte de la memoria que evoca los más ininteligibles destinos humanos y descubrir el mundo real  de la ocupación”.

Son novelas cortas, que permiten aproximarse al arte poética de este novelista. Novelas que permiten varias relecturas. Una manera de entender la obra de un escritor es conocer algunos detalles de su vida y del tiempo que le tocó vivir. El pasado 7 de diciembre en la sede de la Academia en Estocolomo, Modiano dio su discurso de orden. Publicado en francés, sueco e inglés, nos permite vislumbrar las pulsiones que llevaron a Modiano a escribir y a entender en parte la razón de  su obra, que como dicen algunos, es la misma novela escrita por partes, la vida de una localidad parisina en los tiempos de la ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial.

El discurso es mucho más largo que los extractos que a continuación presento en traducción libre. Una paseo por las experiencias vitales de Modiano, la historia y aquella vieja relación entre los escritores y sus ciudades. Una invitación a la lectura de la obra del Nobel actual.

Es la primera vez que tengo que dar una conferencia frente a una gran audiencia y esto me tiene algo inquieto. Es fácil de imaginar que esto es sencillo y natural para un escritor, pero un escritor, bueno, en este caso un novelista, con frecuencia tiene una relación incómoda con el lenguaje. Me vienen a la mente la forma en que  las clases en el colegio diferencian entre el lenguaje escrito y el oral. Un novelista tiene más talento para las tareas escritas que las orales. Un novelista está acostumbrado a mantenerse en silencio y si quiere capturar alguna atmósfera en particular pues se sumerge dentro de la muchedumbre y escucha sus conversaciones sin inmiscuirse en ellas, solo interrumpe para hacer preguntas concretas que mejoren su entendimiento de las mujeres y hombres que participan en ellas. Su lenguaje es indeciso pues el novelista está acostumbrado a  corregir sus palabras. Es cierto que luego de varios borradores su estilo queda completamente claro. Pero cuando sale a hablar no tiene ningún medio a su disposición para corregir su vacilante discurso.

Pertenezco a una generación en que los niños éramos vistos pero no escuchados, hablábamos excepcionalmente en raras ocasiones y solo luego de pedir permiso. Pero nadie nos escuchaba, incluso los adultos seguían hablando entre ellos. Esto explica la dificultad que algunos tenemos al hablar, a veces vacilante, a veces muy rápido, como si esperáramos ser interrumpidos en cualquier momento. Esto acaso explica mi deseo de escribir, como acaso a muchos, les vino al final de la infancia. Uno esperaba que los adultos leyeran lo que uno escribía. De tal modo que pudieran escucharte sin interrupciones y supieran con certeza lo que sentías dentro, en tus entrañas.

Sí. El lector sabe más acerca de un libro que su autor. Entre una novela y su lector sucede algo parecido al proceso del revelado de una fotografía, de la manera que ocurría antes de las fotos digitales. La fotografía, mientras se imprimía en el cuarto oscuro, se hacía visible punto por punto. Este mismo proceso químico ocurre a medida que el lector avanza en la novela. Pero para que exista una armonía entre el autor y su lector, es muy importante no cansar al lector con palabras innecesarias – lo digo en el sentido similar al de aquellos cantantes que estiran innecesariamente la voz al cantar- sino engatusándolo imperceptiblemente, dejando el tiempo suficiente para que la novela se impregne poco a poco a través de un arte parecido a la acupuntura, donde la aguja debe insertarse exactamente en el lugar correcto para estimular al sistema nervioso.
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El París de la ocupación era un lugar extraño. En la superficie, la vida era “como antes” –los teatros, los cinemas, las salas de conciertos y los restaurantes permanecían abiertos. Se tocaban canciones en la radio. Incluso, las visitas a los teatros y cinemas eran mayores que antes de la guerra, como si aquellos lugares fueran refugios donde las personas se juntaban y conversaban como una forma de consuelo. Pero existían detalles extraños que indicaban que París no era la misma de antes. La ausencia de carros la hacían una ciudad silenciosa –un silencio que revelaba el ruido que hacen los árboles, el suave galope del andar de los caballos, el ruido de los pasos de la muchedumbre y el murmullo de sus voces. En el silencio de las calles y en el apagón impuesto desde las 5 de la tarde en el invierno, durante el cual estaba prohibida hasta la luz más tenue en las ventanas de las casas, la ciudad parecía ausente de si misma – la ciudad “sin ojos” como les gustaba decir a los ocupantes Nazis. Los niños y los adultos podían desaparecer de un momento a otro sin dejar huella. Incluso aun entre amigos nada podía ser dicho en forma explícita, las conversaciones nunca fueron sinceras a causa del sentimiento de amenaza que flotaba en el aire.

En este París que era un mal sueño donde cualquiera podía ser denunciado o capturado en una redada a la salida de la estación del Metro ocurrían encuentros ocasionales con personas cuyas vidas nunca se hubieran cruzado en tiempos de paz. Nacían frágiles encuentros amorosos dentro de la oscuridad de un toque de queda con la incertidumbre de no encontrarse más en los días siguientes. Tiempo después, como consecuencia de estos encuentros efímeros y a veces  indebidos, nacían los niños. Esta es la razón para mí porque el París de la ocupación fue siempre una clase de oscuridad esencial. Sin ella nuna hubiera nacido. Aquella París nunca dejó de atormentarme y mis libros son a veces bañados por esa luz turbia.
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Desafortunadamente pienso que el recuerdo de las cosas pasadas no puede ser hecho más con la el poder y la ingenuidad que lo hizo Marcel Proust. La sociedad que describió aún era estable, una sociedad del siglo 19. La memoria de Proust provoca que el pasado reaparezca en todo sus detalles, como un cuadro vivo. Hoy tengo el sentido que la memoria es menos segura de sí misma, ocupada en una constante lucha contra la amnesia y el olvido. Esta capa, esta masa de olvido que todo lo oscurece significa que solo podemos coger fragmentos del pasado, trazos desconectados, fugaces y casi ininteligibles destinos humanos.

Entonces, ante esta gran página blanca del olvido, la vocación del novelista es sacar a flote una vez más aquellas pocas palabras desvanecidas como esos icebergs que vagan sin rumbo sobre la superficie de los océanos.
  


viernes, 5 de diciembre de 2014

Crónicas Robóticas



Devoción por los números. Contamos calorías al comer y las que gastamos en el gimnasio. Revisamos la cuenta bancaria, los intereses y las moras. En las empresas te piden que eleves tu cuota. Cada semana nos disparan encuestas de opinión desde lo útil a lo más banal. Nos miden el índice de alcoholemia, el límite de velocidad. Los semáforos muestran los segundos que pasan. Las actividades empresariales y gubernamentales se miden por indicadores cuantificables. Los exámenes de rendimiento se miden en números. Las películas y los libros tienen un ranking numérico de aceptación y número de ventas. Los restaurantes se miden en tenedores. Los médicos medimos la presión, la hemoglobina e innumerables variables corporales. Y hasta los estudiantes de medicina torturan a sus pacientes haciendo métricas del dolor ¿cuánto le duele, cómo de 7 sobre 10?

Es innegable que el uso de ciertas métricas ha logrado un notable mejoramiento de la calidad de vida. Pero todo tiene un límite. Hemos entregado nuestras mentes y emociones a las máquinas. Vemos el mundo a través de las fotos del celular. Acaso miles de jóvenes el único sobre que han visto es el ícono de mensajes del teléfono. Una pantalla de celular o computadora reproduce relojes, brújulas, cámaras fotográficas, animales, nubes, contenedores  y otros tantos objetos que fueron parte de la vida solo hasta hace poco. Las nuevas generaciones a edades cada vez más tempranas se exponen a la tecnología, lo cual no es malo, lo incorrecto es que asuman que lo técnico es omnipotente y prioritario sobre lo natural.

Miles de personas, sino millones comen, caminan y trabajan con los ojos pegados a una pequeña pantalla. Desastrosas son las imágenes de parejas que no conversan entre sí pues cada cual está pegada a su móvil. Los adolescentes en lugar de interactuar, correr, saltar se conectan a una aplicación y me pregunto si en las discotecas mientras bailan continúan viendo su pantalla.

Nos estamos deshumanizando a grandes pasos. Somos cardúmenes de personas moviéndonos en dirección de tendencias o #hashtags. Aceptamos las cosas como vienen, sin cuestionar. Padecemos de una lobotomía virtual y mediática. Somos robots con funciones vitales y biológicas.

Por otro lado, lo inanimado se hace más inteligente. Los teléfonos, las computadoras y los robots mejoran su rendimiento y su capacidad de procesar información. Cada vez son más capaces de alcanzar autonomía. El sistema de chips y circuitos sigue la secuencia de algoritmos y conexiones que imitan al cerebro humano. En algunos casos le faltan las emociones, pero el día llegará pronto.

La inteligencia artificial está a la vuelta de la esquina. Stephen Hawking acaba de declarar que el desarrollo de una inteligencia artificial completa es una amenaza para la humanidad. Para otros estamos lejos, pero observo una peligrosa tendencia en que los humanos se robotizan y los robots se humanizan al punto que acaso algún día las líneas se intersecten. La humanidad no solo es sentimientos sino valores como el respeto, la caridad, la misericordia, la justicia pero ver cómo nos comportamos cada día se me escarapela la piel al pensar a dónde llegaremos si todo sigue igual.


Toda novedad tecnológica es un arma de doble filo pero debemos reservar la entereza moral que sea capaz de evitar que como humanidad cometamos un error irreparable.