miércoles, 6 de junio de 2012

Mi paciente, el Pongo


De manera casual esta mañana dos imágenes similares se me han superpuesto nítidamente en el lapso de minutos: un hombre desmoralizado y con el rostro abatido por las circunstancias, en dos situaciones distintas, en una sala de hospital, la otra, en un fresco renacentista.

Mi paciente está sentado sobre un costado de la cama con el desayuno sin terminar. La iluminación tangencial que llega por la ventana acrecienta una  mirada cansina y extraviada. Es un hombre de 62  años que se  queja de un dolor debajo del esternón. No puede comer pues no tiene hambre y si lo hiciera sabe que se llenaría muy pronto, se sentiría hastiado y  llegaría al vómito. Sabe además que al no comer seguirá perdiendo peso como en los últimos meses. Es un adelgazado agricultor ayacuchano, de grandes manos encallecidas y acostumbrado a comer bien antes y después de su jornada en la chacra, en una quebrada ayacuchana fría e inhóspita. Visto de esa manera, mi paciente da la apariencia de uno de los pongos de las ficciones de Arguedas.  

 Me dice que su chacra queda en Distrito Pacaycasa –Anexo Convención, Provincia Huamanga, Ayacucho, así lo relata, de corrido y arrastrando las eses cuando le pregunto de dónde viene. Me comenta que siembra papita, maicito y verdurita, a veces también oca, las que vende cada tres meses en Huamanga. Usa una yunta en la chacra de menos de una hectárea y cada cierto tiempo trabaja como peón, ganando a destajo, para mantener a su familia, esposa y un hijo que aún vive con él, pues el resto ya vive en Lima. Hace dos meses comenzó con los dolores, me dice mientras sus manos grandes y callosas localizan el estómago, refiere que el frío inundaba toda aquella área y no lo dejaba comer. Se fue a una posta y le dieron unas pastillas pero que no lo calmaron. Así que visitó el hospital de Huamanga. Allí los doctores lo miraron, lo examinaron y luego murmuraron entre ellos, algo llegué a escuchar que decían, gastritis crónica y me dijeron que fuera a Lima, que no podían ayudarme. Como tenía aquí a mis hijos, me vine.

 Ya con nosotros, por los síntomas lo enviamos para una endoscopía. Un tumor extenso que invadía el antro gástrico hacía imposible avanzar hacia el píloro. Para confirmar el diagnóstico el gastroenterólogo mordió el tumor con la pinza del endoscopio y la muestra fue sumergida en formol. Unos días después el resultado de la biopsia fue un Adenocarcinoma de estómago.  Se lo contamos a la familia primero, pero no estaba seguro que me entendieran. En esas circunstancias la primera pregunta es, cuánto tiempo vivirá. Respuesta que me es imposible hallar. Imaginé entonces que hablar de probabilidades, de estadios o de supervivencia, palabras habituales en Oncología, era inútil. Así que les dije que antes de dar una respuesta necesitaba una Tomografía para averiguar la extensión del cáncer y poder darles una mejor respuesta.

 Lo imagino dentro del escáner, mirando el cielo raso blanco y aséptico del cuarto de radiología, en lugar del cielo azul con copos de nubes de su tierra. Todo ese tiempo mi paciente, el pongo, solo se cogía la zona del estómago y me decía, ayúdame papá.  Me extendía la mano que luego yo estrechaba para decirle que no se preocupara. Minutos después pusimos las placas sobre la pantalla, allí estaba el tumor, atracando el flujo hacia el píloro, y provocando una distensión anormal del estómago, una inmensa bolsa completamente llena de comida estancada, ahora convertida en detritus, que me recordó lo que decía mi paciente, eructo y siento como comida guardada. 

Siguiente paso: llamar a Cirugía  para extirpar el tumor y destapar la obstrucción. Decisión correcta. Pero las cosas no siempre suceden como uno espera. Durante aquella tarde, un cirujano joven pegado a sus procedimientos consideró que la desnutrición de mi paciente, premisa válida, impedía la cirugía y la condicionó a diez días  previos de nutrición intravenosa (parenteral). Pero como  el procedimiento no era gratuito, se convirtió en un obstáculo. Todo esto se los dijo a los familiares en ausencia de nosotros.

 Al día siguiente, mi equipo me comunicó la decisión de la familia: alta voluntaria, que los hijos ya habían cumplido con los trámites, que mi paciente saldría en un par de horas. Dejé pasar el asunto. Pero unos minutos después mientras llenábamos unos formularios, me asaltó una idea, creo que fue más un remordimiento. Junté a mi equipo y les lancé esta frase: no tienen la culpa el no haber llevado un curso de humanidad, creo que han pecado por desconocimiento. Me miraban perplejos pero no les hice ningún reproche. Solo les pedí que me siguieran e hice llamar a los hijos, a quienes les pregunté sus razones para retirar al padre. Las palabras de aquel cirujano fueron contundentes. La nutrición era imposible de pagar y se llevarían a su padre de regreso a su tierra. Les dije que respetaba su opinión pero les advertí que dejarlo ir era someterlo a un padecimiento muy cruel, el morir de hambre, pues por más que intentaran darle de comer, la comida no sería digerida. Su estómago era como un puquio estancado, sin capacidad de nutrir. Les pedí tiempo esa mañana para darles otra solución. Mientras conversaba con ellos, mi mente fabricaba posibles soluciones.

Busqué a otro cirujano, un amigo con quien trabajé en la emergencia,  a quien puse al tanto de todos los detalles y le pregunté si era factible operar en tales condiciones. Me dijo que sí, siempre y cuando intentáramos nutrir al paciente. Acepté el reto y minutos luego les hice la propuesta a los familiares. Habíamos encontrado una solución intermedia y sin mayores costos, su padre podría comer, aunque de manera distinta, y podrían tenerlo consigo en buenas condiciones por un tiempo no precisado, pero aparentemente algo prolongado, lo suficiente para tener el resto de sus días una vida digna con la familia. Ellos me miraron y tanto en sus miradas como en sus frases y en el apretón de manos que selló el compromiso, me hicieron sentir que me transferían una responsabilidad enorme, toneladas de esperanza cayeron sobre mis hombros y la sensación ficticia de un poder que no tengo, como el de tumbar a la muerte. Además por unos instantes me dio la impresión que me consideraban alguien muy cercano y hasta me ofrecieron regalarme algo de su chacra, algo que decliné con una estudiada cortesía.  Al voltear hacia mi equipo, me fijé que me habían seguido en cada una de las frases de un diálogo que parecía infinito, y en su mirada sentí que les había revelado, tras esa muralla de profesionalismo que construyo a mí alrededor, una pizca de mis sentimientos reales. Solo atiné a decirles, poniendo mi cara más dura, que teníamos que ir a la sala de radiología para ver las placas de otro paciente.

Ahora, solo una semana después, mi paciente el pongo está en la sala de cirugía esperando su turno operatorio. Lo nutrimos como pudimos, con los recursos disponibles, para asegurar un nivel de proteínas suficientes para que peguen las suturas. Esta mañana fui a verlo acompañado de mis jóvenes alumnos del curso de  introducción a la clínica, para darle ánimo, uno de ellos era su “médico”. Allí estaba el Pongo, con una media sonrisa en medio de la angustia que debe ser esperar una cirugía mayor. Se había borrado aquel rostro abatido. Nos dimos la mano y mis alumnos lo llamaban Señor Juan y no simplemente cáncer gástrico, como puede ser lo usual. Estaban recibiendo sin saber ese curso de humanidad, el mismo que yo recibí de mis maestros.

Es que muchas veces la mejor enseñanza es el ejemplo, aunque sea el camino más difícil.


viernes, 1 de junio de 2012

Hoyo en Uno



Mi paciente tiene un hueco en la cabeza, literalmente. Camina, conversa y come normalmente, casi. La primera vez que lo vi tenía un sombrerito muy simpático y se le veía muy saludable, al extremo que pensé llamarle la atención a mi residente por tener hospitalizado a un paciente que lucía tan bien y que podía seguir su tratamiento en forma ambulatoria.
Lo singular comenzaba a descubrirse cuando se quitó el gracioso sombrero. Una gasa le cubría la mitad izquierda del cráneo que decidí no retirar hasta que termine de contar su historia. Es una manía personal, el no dejar que la historia se contamine, que ese cuento casi fantástico que es la enfermedad fluya sin interrupciones. Como una película sin comerciales.

Tiene 67 años y hace unos ocho meses, caminando en casa resbaló al pisar una cáscara de plátano. Se golpeó la cabeza entre otras partes del cuerpo. Más allá del susto no hubo otro problema. Pero unas semanas después su hijo notó que sus respuestas verbales y motoras estaban cada vez más lentas. Él también sentía que la vida iba más despacio. Lo llevaron al médico. Se hizo la tomografía. Me encontraron un coágulo, me dijo. Lo operaron. Y todo salió bien, al parecer.
Semanas luego de la operación, es decir hace mes y medio sintió que la herida le picaba y comenzó a rascarla vigorosamente. El flujo de un líquido espeso le anunciaba que la herida operatoria no había cerrado por completo. Comenzó a aplicarse sobre la herida una crema con aparentes poderes cicatrizantes. Pero el líquido fluía tenaz y constantemente. Fueron a una posta para que le pusieran un punto, pero se negaron cortésmente. Y es así como llegaron a la emergencia del hospital.

Levanto la gasa y observo una abollada bóveda craneal, a la altura del parietal izquierdo hay una hendidura y un pequeño agujero por donde drena pus. Presiono ligeramente el piso del cuero cabelludo y brota más del líquido verdoso y espeso. El piso tiene una blandura inusual para ser hueso. El paciente está bien, sin fiebre, sin ningún otro signo corporal que delate enfermedad. Articula las palabras con destreza pero su conversación es lenta, a veces de un sostenido silencio. Lo llevo a la sala de radiología.
La tomografía muestra los hemisferios cerebrales normales, sin infartos, hemorragias o abscesos. Pero se nota una fractura en el parietal y allí está: el hueso no terminó de soldarse y dejó un hoyo. Tiene el diámetro de una moneda de un centavo. El orificio de salida ¿será sólo pus? Una imagen borrosa en la tomografía a nivel del hoyo me hace dudar si por allí no hay una protrusión de masa encefálica, un escape de las “mariposas del alma” como les llamaba Ramón y Cajal  a las neuronas.

Pero el paciente luce saludable y comienzo a fabricar mi hipótesis: De tanto rascarse la herida el paciente la contaminó. La infección del cuero cabelludo descendió al hueso y se extendió por su matriz cálcica provocando una osteomielitis del parietal, pero las meninges si habían cicatrizado y sobre todo la duramadre, la capa más gruesa y externa había funcionado como toldo protector, protegiendo al cerebro del medio ambiente.

Utilizo un sólo antibiótico y llamo al neurocirujano quién lo programa en sala de operaciones. Mientras tanto curábamos la herida que seguía drenando. Unos días después, en el teatro operatorio se confirmó exactamente mi hipótesis, me contaron que luego de la trepanación de un hueso carcomido y purulento, allá debajo en un plano inferior una duramadre firme, pulsátil y vital protegía su preciado contenido de todo daño externo. Hoy conversé con mi paciente, dos días luego de la operación, tenía una toalla sobre la cabeza que cubría la herida. Su conversación era fluida pero algo lenta. Acaso la poderosa reacción inflamatoria que sucede milímetros arriba irradia negativamente sobre las sinapsis neuronales.

Pero ya está fuera de peligro, el hoyo está tapado con un material sintético y continúa con antibióticos. Me despido del paciente con un apretón de manos.

Afuera de la sala de neurocirugía el día luce nublado pero no siento frío. Camino deprisa para seguir con mi trabajo de todos los días.

Un caso resuelto y un diagnóstico redondo, como un hoyo en uno