Mi
experiencia más cercana con alucinógenos ocurrió en una fría sala de
operaciones rociada con el inconfundible olor a asepsia. El anestesiólogo me
colocó una mascarilla y me pidió que contara hasta tres. Obediente para mis tareas, continué aspirando el
éter más allá de tres y en lo que podría ser el ingreso al sueño profundo,
sobre el fondo negro que era mi visión, una
estrellita sonriente saltaba una y otra vez sobre una cadena móvil de montañas.
No recuerdo mucho más, solo que desperté ya operado en el cuarto de la clínica. Desde entonces, la
fiebre alta de mis múltiples resfriados infantiles y el tratamiento con jarabes
para la tos, me harían ver la misma estrellita saltarina además de sentir que
caminaba sobre algodones o que escuchaba
las voces con un ligero eco.
Tiempo
después, las alucinaciones de otros llamarían mi atención en aquellos orates
que gritaban a seres imaginarios en la calle o en la imperiosa curiosidad al
escuchar las conversaciones de adultos acerca de los “diablos azules”
secundarios sufridos por algún conocido luego de una potente intoxicación
alcohólica. Años más tarde, las encefalopatías y las psicosis se convertirían
más que curiosidad en uno de mis objetos
de estudio.
Las
alucinaciones y los alucinados, como los epilépticos, marcaron por muchos años
ciertos aspectos de la humanidad. Una locura que muchas veces se confundía con
las prácticas místicas, con viajes trascendentales del alma o con
emprendimientos épicos. El camino a las alucinaciones por lo general era
producto de alguna enfermedad mental como la esquizofrenia, otras veces por
infecciones cerebrales no reconocidas entonces, pero otras fueron provocadas
primero por accidente, luego por repetición, del consumo de plantas
alucinógenas como amapolas, khat, burundanga, hachís, vistosos hongos
psilocibios, peyote, ayahuasca y el famoso cornezuelo del centeno, éste último
un moho (el hongo Secale cornutum) que crece sobre el cereal.
El
cornezuelo del centeno es singular en la historia de la medicina. Sus
componentes químicos dieron lugar a
grandes envenenamientos masivos en la Alta Edad Media, resultantes de la
intoxicación con ergotamina –hoy tratamiento de la migraña- provocando la
necrosis de las extremidades, llamada peste gangrenosa (ergotismus gangraenosus) y que podía llegar hasta
las convulsiones (ergotismus convulsivus).
Tales envenenamientos fueron llamados ignis
sacer o fuego sacro y tuvieron como patrono cuidador a San Antonio. Pero
del cornezuelo del centeno salió también la ergobasina, conocida por sus
propiedades de contraer el útero y prevenir las hemorragias post parto. Desde
los laboratorios de Alemania se extrajo otro alcaloide conocido como sustancia
25, con efectos distintos a los
anteriores. Se le llamó Lyserg säure
diäthylamid, conocida mundialmente
como LSD.
LSD,
cannabinol (marihuana, hachís), mescalina (peyote), dimetiltriptamina
(ayahuasca), opio (bajo la forma de láudano) y sus derivados, los opioides
(Morfina, Heroína, entre otros) actúan activando diversos receptores neuronales
ya presentes en el cuerpo. Los seres humanos tenemos los mismos receptores pero
nacemos con combinaciones distintas, estamos
predestinados genéticamente. Por ejemplo, para los opioides tenemos los
receptores alfa, delta, kappa y dentro de cada uno de ellos hay variedades (1,
2, 3, etc.). Un barajamiento de genes determinará nuestra clave de susceptibilidad
a las drogas psicoactivas o a nuestras morfinas endógenas, las endorfinas,
aquellos neurotransmisores que nos da la sensación de paz, placer y bienestar. No
en vano una inyección de heroína provoca una rápida sensación de placer,
similar a un orgasmo, para luego embarcar al individuo en un desfile alucinatorio.
Las
alucinaciones abren las puertas de la percepción, sobre todo de los colores y
las formas, que se expresaran en tonalidades intensas y caprichosas. Aldous
Huxley, autor de Un Mundo Feliz, al probar mescalina en un experimento, creyó
encontrar los orígenes y la esencia del universo en un ramo de flores o en las
patas de una silla. Del mismo modo, los brujos de la tribu adquirían la
capacidad de entrar al mundo de los
sueños, los dioses y las almas perdidas. Pero no solo ellos, en un momento de
la historia los médicos solo eran curanderos y brujos, luego sacerdotes. Solo
con el tiempo, la observación sistemática y el desarrollo de la filosofía
natural se encargaron de abrir los caminos divergentes entre ciencia y
religión.
De
este modo, las drogas psicoactivas permitían atravesar el espejo que divide los
mundos pero a un alto costo, el de la enajenación y la adicción. De una manera
u otra, grandes pensadores, escritores, músicos, artistas plásticos caían en
forma temporal o permanente en el campo de los alucinógenos.
Si
esto contribuyó a su grandeza es difícil decirlo. Lo mismo podríamos decir de
todos aquellos que sufrían de depresión, esquizofrenia o manía. Pero algo debe
existir en aquellos cerebros que han construido cortocircuitos, truenos y
relámpagos entre sus conexiones neuronales. Aquellas personas podían lograr
estados extremos y sublimes de sensibilidad y creatividad como por contraste
podían comportarse de un modo que volvían miserable su propia vida o la de sus
seres más cercanos.
Cielo
e infierno son capaces de coexistir y alternar en cada uno de nosotros, acaso
la culpa sean las dosis de nuestros neurotransmisores, los propios o los ajenos.
Ahora ya sabemos cómo funcionan nuestras neuronas y sus sustancias, ya no
podemos dar explicaciones elípticas como uno de los médicos que creó Moliere cuando
explicaba que el opio hacía dormir porque tenía la propiedad dormitiva.
La
vida, como nuestra conciencia y nuestra percepción de la realidad, es una
puerta giratoria, que unas veces podemos dominar y otras quedar a merced de
fuerzas ajenas a nuestra voluntad o a las de un inquieto demiurgo
farmacológico.
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