Ser interne des hôpitaux (interno de
hospital) es una de las metas de todo estudiante de Medicina. Trabajar todos los días, incluso
hasta de noche. El Interno es una tradición académica que puede rastrearse hacia
finales del siglo XVIII, luego William Osler crearía el sistema de residentado
para formar especialistas en la segunda mitad del siglo XIX e incorpora una
jerarquía más dentro de las ciudadelas de la enfermedad que son los hospitales.
Un hospital. Mi
hospital, pueblo chico hecho de palacetes de otro tiempo, con una arquitectura afrancesada
de inicios del siglo pasado: techos altos, columnatas, estatuas y amplios
jardines. La ciudadela es bella durante el día pero la oscuridad de la noche le
impone un tinte tenebroso. Ahora solo
voy al hospital durante el día, pero recuerdo vivamente mis caminatas nocturnas
obligatorias atravesando los jardines y patios, sobre todo cuando la neblina y la llovizna
creaban un ambiente mortecino y los sobresaltos no eran pocos, como al movimiento
brusco de los arbustos, el vuelo de un animal alado, los llantos desgarradores
provocados por una muerte cercana o, cuando el cansancio inducía la ilusión de
movimiento a las estatuas antropomorfas de los jardines. Aquellos paseos nocturnos
si se le podían llamar así configuraban casi una historia de aparecidos.
Pero la siguiente
historia es terrenal, al menos eso parece. Es una historia de Residentes, o mejor
varias, de aquellos médicos en
entrenamiento que pueblan un
hospital docente, con rendimientos dispares que van desde reconfortantes
a desalentadores hasta el ingrato extremo de convertirse en una tortura para tutores como yo, con poca
tolerancia al error en situaciones críticas. Pero solo hasta hace poco no me enfrentaba a un nuevo
tipo de residentes: los sobrenaturales.
M, así lo llamaré pues debo confesar que no estoy seguro de su nombre
o inconscientemente no lo recuerdo, nos fue presentado hace casi un mes y su
presencia en nuestro pabellón fue espectral. En su primer día apenas saludó con
una sonrisa y se quedó callado el resto de la visita. Luego de enviarlo con la Interna
a que le haga un tour por el hospital para conocer los lugares de interés como radiología, laboratorio, emergencia, cuidados
intensivos, entre otros, lo perdí de vista. Hasta allí todo bien y atribuí su
silencio inicial a timidez, tacto o simplemente la inseguridad del recién
llegado.
Pero el silencio
continuó al pasar los días. M no devolvía el saludo que doy a mi equipo cada
mañana y, mientras caminábamos hacia el sector de pacientes, parecía seguir al
grupo pero desaparecía sin dar explicación ni dejar rastro, para reaparecer de
súbito al costado de la cama del paciente. M quedaba mudo y quieto, con la
mirada fija al infinito, sin articular palabras o ideas luego de una pregunta
suelta. A pasar al siguiente paciente, M
desaparecía pero casi de inmediato lo encontraba sentado en la estación
de enfermeras hojeando papeles, unos metros más allá de donde estábamos. Su
presencia se había convertido en algo fantasmal, como los hechos de un cuento
de fantasmas.
Cuentos que se habían
vuelto recurrentes, como los de dos residentes que expiaron su rotación por mi
sector unos meses atrás. Uno de ellos, siempre llegaba una hora tarde, empujaba
de pronto una de las puertas de acceso, entraba apurado con ese aspecto particular, delgado, casi calvo, de
barba rala y con cabellos largos y desordenados, tenía en los ojos una
permanente mirada de asombro que, junto con el mandil y la camisa abiertos,
daba el aspecto de una alma aterrada que huía de algo o alguien y, aunque este
sí saludaba, su andar rápido por el pasillo no admitía conversaciones y solo lo
veía perderse a través de una de las puertas laterales. A la larga nunca estuve
seguro si su presencia era real en el pabellón. Yo ya me había acostumbrado a su
paso fantasmal raudo y anónimo que siguió igual hasta el día que desapareció
definitivamente. El otro residente llegó casi al mismo tiempo con la misma
actitud huidiza del primero, era de aspecto rechoncho y correctamente vestido
pero, siempre hay un pero con estos casos, tampoco hablaba y sus pasos cansinos
lo colocaban siempre en las márgenes del grupo, ocultándose de mis preguntas y
si bien su mirada lucía perdida, tenía cincelada una eterna mueca que parecía una
sonrisa sardónica, como la de un demonio juguetón, que no se borraba ni en las
situaciones más críticas que nos tocaba enfrentar con los pacientes. Lo que
ambos residentes tuvieron en común fue no examinar a los pacientes y no emitir opinión,
como si su presencia entre nosotros fuera inmaterial.
Así era M, con
apariciones por el pabellón que se hicieron sucesivas y cotidianas al punto que
se convirtió en parte de la decoración, como los fantasmas de los castillos.
Llegué a acostumbrarme, pero no del todo, ya que no dejaba de sorprenderme
aquel mutismo e inexpresividad que apenas hacia contraste con la arquitectura
del lugar, gruesas columnas, techos altos, claraboyas y ventanas de madera que
crujían al batirse. Como la actitud de M ya rozaba con un estado de resistencia
militante, opté por ignorar su presencia y como en algunos cuentos
extraordinarios no le di importancia al fantasma y hasta me preguntaba si
realmente M era capaz de reflejarse en un espejo.
Eso fue hasta cierto
día cuando aparecieron unas notas ajenas y anónimas escritas en una de las
historias, sin alguien que reclamara su autoría asumimos que eran de M, quien
había pasado el umbral del silencio sepulcral para hacer obras materiales, una
obra que me recordaba a la mano que escribía una profecía, descrita en el libro
de Daniel. Pero al revisar la nota me di cuenta que de haberlas seguido, la
enfermedad de mi paciente no habría mejorado en el corto plazo, así que me
acerqué a M y le pedí que no escribiera notas inconsultas. Le mencioné además
que tal prohibición no afectaba su libertad para opinar y aportar en el manejo
de los pacientes. La mirada absorta me sugería que tal vez hablaba por gusto.
Sin embargo, las notas desaparecieron pero M continuaba sin hablar y solo nos acompañaba
para desaparecer de pronto por uno de los recovecos del pabellón.
Durante los días
siguientes M continuó con las mismas actitudes y adquirió una conducta
recurrente, la de quedarse horas hojeando los archivos de las historias ya sin
hablar con nadie. Un día de aquellos no lo vi más y me dijeron que su periodo
de entrenamiento había concluido. Cuál entrenamiento, me pregunte si todo aquel
tiempo se había comportado como un espectro, tal como sus antecesores, M había
divagado entre las camas de los enfermos como si portara inmateriales y pesadas cadenas.
Las cosas en mi
servicio no cambiaron mucho luego de la partida de M, solo que ya no
respirábamos su presencia espectral. Si yo creyera en el mesmerismo hubiese
dicho que tal ausencia nos hacia sentir el aire mas ligero y que actualmente nos
sentíamos mas distendidos como equipo. Pero a veces pienso si esto no se va a
convertir en una constante en los tiempos que vienen, seres espectrales que
cada vez son mas comunes que me inducen a imaginar si el extraño vendré a ser
yo en un futuro cercano.
Sin embargo, pase lo
que pase conmigo, si usted se encuentra con uno de aquellos sobrenaturales en
los pasillos oscuros de algún hospital del país, tenga cuidado, no grite, solo le
sugiero que pida ayuda lo más pronto posible.
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