miércoles, 11 de julio de 2012

Mi Residente, el Gótico


Ser interne des hôpitaux (interno de hospital) es una de las metas de todo estudiante  de Medicina. Trabajar todos los días, incluso hasta de noche. El Interno es una tradición académica que puede rastrearse hacia finales del siglo XVIII, luego William Osler crearía el sistema de residentado para formar especialistas en la segunda mitad del siglo XIX e incorpora una jerarquía más dentro de las ciudadelas de la enfermedad que son los hospitales.
Un hospital. Mi hospital, pueblo chico hecho de palacetes de otro tiempo, con una arquitectura afrancesada de inicios del siglo pasado: techos altos, columnatas, estatuas y amplios jardines. La ciudadela es bella durante el día pero la oscuridad de la noche le impone un tinte tenebroso.  Ahora solo voy al hospital durante el día, pero recuerdo vivamente mis caminatas nocturnas obligatorias atravesando los jardines y patios,  sobre todo cuando la neblina y la llovizna creaban un ambiente mortecino y los sobresaltos no eran pocos, como al movimiento brusco de los arbustos, el vuelo de un animal alado, los llantos desgarradores provocados por una muerte cercana o, cuando el cansancio inducía la ilusión de movimiento a las estatuas antropomorfas de los jardines. Aquellos paseos nocturnos si se le podían llamar así configuraban casi una historia de aparecidos.
Pero la siguiente historia es terrenal, al menos eso parece. Es una historia de Residentes, o mejor varias, de aquellos médicos en  entrenamiento que pueblan un  hospital docente, con rendimientos dispares que van desde reconfortantes a desalentadores hasta el ingrato extremo de convertirse en  una tortura para tutores como yo, con poca tolerancia al error en situaciones críticas. Pero solo  hasta hace poco no me enfrentaba a un nuevo tipo de residentes: los sobrenaturales.
M, así lo llamaré pues  debo confesar que no estoy seguro de su nombre o inconscientemente no lo recuerdo, nos fue presentado hace casi un mes y su presencia en nuestro pabellón fue espectral. En su primer día apenas saludó con una sonrisa y se quedó callado el resto de la visita. Luego de enviarlo con la Interna a que le haga un tour por el hospital para conocer los lugares de interés como  radiología, laboratorio, emergencia, cuidados intensivos, entre otros, lo perdí de vista. Hasta allí todo bien y atribuí su silencio inicial a timidez, tacto o simplemente la inseguridad del recién llegado.
Pero el silencio continuó al pasar los días. M no devolvía el saludo que doy a mi equipo cada mañana y, mientras caminábamos hacia el sector de pacientes, parecía seguir al grupo pero desaparecía sin dar explicación ni dejar rastro, para reaparecer de súbito al costado de la cama del paciente. M quedaba mudo y quieto, con la mirada fija al infinito, sin articular palabras o ideas luego de una pregunta suelta. A pasar al siguiente paciente, M  desaparecía pero casi de inmediato lo encontraba sentado en la estación de enfermeras hojeando papeles, unos metros más allá de donde estábamos. Su presencia se había convertido en algo fantasmal, como los hechos de un cuento de fantasmas.
Cuentos que se habían vuelto recurrentes, como los de dos residentes que expiaron su rotación por mi sector unos meses atrás. Uno de ellos, siempre llegaba una hora tarde, empujaba de pronto una de las puertas de acceso, entraba apurado con ese  aspecto particular, delgado, casi calvo, de barba rala y con cabellos largos y desordenados, tenía en los ojos una permanente mirada de asombro que, junto con el mandil y la camisa abiertos, daba el aspecto de una alma aterrada que huía de algo o alguien y, aunque este sí saludaba, su andar rápido por el pasillo no admitía conversaciones y solo lo veía perderse a través de una de las puertas laterales. A la larga nunca estuve seguro si su presencia era real en el pabellón. Yo ya me había acostumbrado a su paso fantasmal raudo y anónimo que siguió igual hasta el día que desapareció definitivamente. El otro residente llegó casi al mismo tiempo con la misma actitud huidiza del primero, era de aspecto rechoncho y correctamente vestido pero, siempre hay un pero con estos casos, tampoco hablaba y sus pasos cansinos lo colocaban siempre en las márgenes del grupo, ocultándose de mis preguntas y si bien su mirada lucía perdida, tenía cincelada una eterna mueca que parecía una sonrisa sardónica, como la de un demonio juguetón, que no se borraba ni en las situaciones más críticas que nos tocaba enfrentar con los pacientes. Lo que ambos residentes tuvieron en común fue no examinar a los pacientes y no emitir opinión, como si su presencia entre nosotros fuera inmaterial.
Así era M, con apariciones por el pabellón que se hicieron sucesivas y cotidianas al punto que se convirtió en parte de la decoración, como los fantasmas de los castillos. Llegué a acostumbrarme, pero no del todo, ya que no dejaba de sorprenderme aquel mutismo e inexpresividad que apenas hacia contraste con la arquitectura del lugar, gruesas columnas, techos altos, claraboyas y ventanas de madera que crujían al batirse. Como la actitud de M ya rozaba con un estado de resistencia militante, opté por ignorar su presencia y como en algunos cuentos extraordinarios no le di importancia al fantasma y hasta me preguntaba si realmente M era capaz de reflejarse en un espejo.
Eso fue hasta cierto día cuando aparecieron unas notas ajenas y anónimas escritas en una de las historias, sin alguien que reclamara su autoría asumimos que eran de M, quien había pasado el umbral del silencio sepulcral para hacer obras materiales, una obra que me recordaba a la mano que escribía una profecía, descrita en el libro de Daniel. Pero al revisar la nota me di cuenta que de haberlas seguido, la enfermedad de mi paciente no habría mejorado en el corto plazo, así que me acerqué a M y le pedí que no escribiera notas inconsultas. Le mencioné además que tal prohibición no afectaba su libertad para opinar y aportar en el manejo de los pacientes. La mirada absorta me sugería que tal vez hablaba por gusto. Sin embargo, las notas desaparecieron pero M continuaba sin hablar y solo nos acompañaba para desaparecer de pronto por uno de los recovecos del pabellón.
Durante los días siguientes M continuó con las mismas actitudes y adquirió una conducta recurrente, la de quedarse horas hojeando los archivos de las historias ya sin hablar con nadie. Un día de aquellos no lo vi más y me dijeron que su periodo de entrenamiento había concluido. Cuál entrenamiento, me pregunte si todo aquel tiempo se había comportado como un espectro, tal como sus antecesores, M había divagado entre las camas de los enfermos como si portara inmateriales y  pesadas cadenas.
Las cosas en mi servicio no cambiaron mucho luego de la partida de M, solo que ya no respirábamos su presencia espectral. Si yo creyera en el mesmerismo hubiese dicho que tal ausencia nos hacia sentir el aire mas ligero y que actualmente nos sentíamos mas distendidos como equipo. Pero a veces pienso si esto no se va a convertir en una constante en los tiempos que vienen, seres espectrales que cada vez son mas comunes que me inducen a imaginar si el extraño vendré a ser yo en un futuro cercano.
Sin embargo, pase lo que pase conmigo, si usted se encuentra con uno de aquellos sobrenaturales en los pasillos oscuros de algún hospital del país, tenga cuidado, no grite, solo le sugiero que pida ayuda lo más pronto posible.

No hay comentarios.: