lunes, 28 de mayo de 2012

Tormenta Eléctrica




El cerebro es una caja vital y perturbadora. Vivimos sometidos a las conexiones cerebrales y dependemos de su buen funcionamiento. Pero a veces el cerebro nos juega malas pasadas con resultados trágicos, como en el caso de uno de mis pacientes, quien llegó a la Emergencia traído por los bomberos  rotulado como un NN. Como uno de los tantos que aparecen a orillas del hospital: indigestos, intoxicados, acuchillados, atropellados, baleados, borrachos, asaltados y despojados no sólo de sus pertenencias sino también de su identidad.

Allí estaba. Sudoroso, sucio y de mirada extraviada. Tenía ampollas en las plantas de los pies, como si hubiera caminado descalzo en una larga ruta. Estaba sujeto a la cama mediante amarras de brazos y piernas. Me recordaba a uno de los tantos que atendí cuando trabajaba en la Emergencia, donde cada turno era una batalla. NN ya había pasado por una evaluación previa que descartaba fracturas o hemorragia. Me miraba y no respondía a ninguna de mis preguntas y sus ojos seguían algún objeto imaginario que revoloteaba alrededor nuestro.

Pupilas normales. Buenos reflejos. Músculos activos. Meninges indemnes. Sensibilidad normal. Solo la conciencia extraviada en algún rincón del cerebro. Tomamos una muestra de sangre para descartar cualquier anomalía metabólica que lo haya llevado al extravío. Debido a la ausencia de familiares no fue posible enviarlas al laboratorio toxicológico que está fuera del hospital.

Luego de las conjeturas clínicas de rigor, decidimos hidratarlo y darle de comer una papilla. Ya había recibido horas antes la infusión profiláctica de un anticonvulsivante. Horas más tarde, sus ojos podían seguir el diálogo y sólo respondía como nombre el de Guido. Decidimos esperar.

A la mañana siguientes  los movimientos de Guido se hicieron cíclicos y sincopados, primero fue el pie, luego la pierna, el muslo, el brazo y finalmente la cara que hacía muecas, todos al mismo tiempo. Las pupilas clavadas a un punto fijo del infinito y con la salivación incesante. La Fenitoína era insuficiente así que fuimos por el Fenobarbital, aquella droga sobreviviente de una generación mitológica, como el Amital, el Seconal  o el Pentotal, drogas favoritas para aquellos suicidios cinematográficos de los 60’s. Gota a gota el fenobarbital logró su cometido y Guido se calmó, quedando tranquilo en un sueño inducido. Pasó el resto del día tranquilo e incluso probó algo de comida.

Al día siguiente lo llevamos al laboratorio de Neurología buscando una fuente puntual de descarga epiléptica, ya que su tomografía cerebral no mostraba lesiones. Allí le colocaron los electrodos sobre imaginarias coordenadas del cráneo, siguiendo una geometría que explore  toda la actividad eléctrica del neocortex. Al encender el equipo se dibujaron las ondas cerebrales en la pantalla, ondas que avanzaban lentamente como cardúmenes de peces en mar tranquilo, azules para el lado derecho y rojas para el lado izquierdo del cerebro.

Hasta que de pronto, se inició el ataque. La convulsión, fenómeno paroxístico de descargas anormales, excesivas e hipersincrónicas de un grupo de neuronas cerebrales, anunciaba bruscamente su presencia. Primero el pie, luego el brazo y todo un hemicuerpo fueron asaltados por el desmedido torrente eléctrico de las neuronas. En ese momento, la pantalla se inundó de frenéticos trazos, una mitad roja y la otra azul, que duraron lo mismo que las convulsiones. Se calmó unos segundos pero no pasaron ni unos segundos cuando el ataque regresó con furia. Esta vez más con más violencia que hacía parecer a la pantalla del equipo como un sismógrafo enloquecido. Un protector bucal y un sedante endovenoso hicieron bien su trabajo y Guido se quedó quieto.

Me preguntaba que podía haber vuelto locas a las neuronas, aquellas complejas células que Santiago Ramón y Cajal en 1903 hizo evidentes sumergiendo el tejido cerebral a calentamiento con nitrato de plata. Al respecto escribió:


Como si la naturaleza se hubiera propuesto ocultar a nuestras miradas el maravilloso artificio de la organización, la célula, el misterioso protagonista de la vida, se recata obstinada en la doble invisibilidad de lo pequeño y lo homogéneo. Texturas formidablemente complejas se presentan al microscopio con la albura, igualdad de índice de refracción y virginidad estructural de una masa gelatinosa.

En su oportunidad Ramón y Cajal encontró dentro de tales células una variedad de neurofibrillas que cambiaban de aspecto frente a estímulos diversos, ellas eran las responsables de transmitir los impulsos eléctricos que transforman nuestros estados de ánimo y nuestras funciones vitales. Cien años más tarde y con miles de leguas de avance tecnológico, Guido frente a nosotros tenía una ataque de epilepsia, una posesión demoniaca medieval ahora explicada como una descarga paroxística neuronal, al igual que una gran tormenta eléctrica empezaba con un leve goteo para luego sucederse en una tempestad, turbulenta y arrasadora, mezclada de truenos y relámpagos. La descarga neuronal de Guido lo había dejado devastado, tendido en la camilla de pruebas.

Unas horas después ya en su cama, mediante una lectura de huellas digitales descubrimos la identidad de Guido, su nombre completo, fecha de nacimiento y dirección.  Pero lamentablemente cuando la asistenta social llegó a la zona indicada nadie dijo conocerlo.

Ahora intentamos lanzar la noticia por radio y televisión con la esperanza que desde algún lugar lo reclamen como suyo, pues todo ser humano no puede desligarse de su estirpe. Mientras tanto, tenemos a Guido en un mutismo inducido por una combinación de barbitúricos, valproato y fenitoina, con esporádicas salvas de aquellos terremotos que asaltan su corteza cerebral.

Y yo en suspendido en la conjeturas acerca de lo que le pasó a Guido antes de llegar al hospital, en la ilusión, espero no vana, de encontrar una salida lo mas rápido posible al laberinto neuronal en el que me encuentro.


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