El
cerebro es una caja vital y perturbadora. Vivimos sometidos a las conexiones
cerebrales y dependemos de su buen funcionamiento. Pero a veces el cerebro nos
juega malas pasadas con resultados trágicos, como en el caso de uno de mis
pacientes, quien llegó a la Emergencia traído por los bomberos rotulado como un NN. Como uno de los tantos
que aparecen a orillas del hospital: indigestos, intoxicados, acuchillados,
atropellados, baleados, borrachos, asaltados y despojados no sólo de sus
pertenencias sino también de su identidad.
Allí
estaba. Sudoroso, sucio y de mirada extraviada. Tenía ampollas en las plantas
de los pies, como si hubiera caminado descalzo en una larga ruta. Estaba sujeto
a la cama mediante amarras de brazos y piernas. Me recordaba a uno de los
tantos que atendí cuando trabajaba en la Emergencia, donde cada turno era una
batalla. NN ya había pasado por una evaluación previa que descartaba fracturas
o hemorragia. Me miraba y no respondía a ninguna de mis preguntas y sus ojos
seguían algún objeto imaginario que revoloteaba alrededor nuestro.
Pupilas
normales. Buenos reflejos. Músculos activos. Meninges indemnes. Sensibilidad
normal. Solo la conciencia extraviada en algún rincón del cerebro. Tomamos una muestra
de sangre para descartar cualquier anomalía metabólica que lo haya llevado al
extravío. Debido a la ausencia de familiares no fue posible enviarlas al
laboratorio toxicológico que está fuera del hospital.
Luego
de las conjeturas clínicas de rigor, decidimos hidratarlo y darle de comer una
papilla. Ya había recibido horas antes la infusión profiláctica de un
anticonvulsivante. Horas más tarde, sus ojos podían seguir el diálogo y sólo
respondía como nombre el de Guido. Decidimos esperar.
A
la mañana siguientes los movimientos de
Guido se hicieron cíclicos y sincopados, primero fue el pie, luego la pierna,
el muslo, el brazo y finalmente la cara que hacía muecas, todos al mismo tiempo.
Las pupilas clavadas a un punto fijo del infinito y con la salivación
incesante. La Fenitoína era insuficiente así que fuimos por el Fenobarbital,
aquella droga sobreviviente de una generación mitológica, como el Amital, el
Seconal o el Pentotal, drogas favoritas
para aquellos suicidios cinematográficos de los 60’s. Gota a gota el
fenobarbital logró su cometido y Guido se calmó, quedando tranquilo en un sueño
inducido. Pasó el resto del día tranquilo e incluso probó algo de comida.
Al
día siguiente lo llevamos al laboratorio de Neurología buscando una fuente
puntual de descarga epiléptica, ya que su tomografía cerebral no mostraba
lesiones. Allí le colocaron los electrodos sobre imaginarias coordenadas del
cráneo, siguiendo una geometría que explore toda la actividad eléctrica del neocortex. Al
encender el equipo se dibujaron las ondas cerebrales en la pantalla, ondas que avanzaban
lentamente como cardúmenes de peces en mar tranquilo, azules para el lado
derecho y rojas para el lado izquierdo del cerebro.
Hasta
que de pronto, se inició el ataque. La convulsión, fenómeno paroxístico de descargas
anormales, excesivas e hipersincrónicas de un grupo de neuronas cerebrales,
anunciaba bruscamente su presencia. Primero el pie, luego el brazo y todo un
hemicuerpo fueron asaltados por el desmedido torrente eléctrico de las neuronas.
En ese momento, la pantalla se inundó de frenéticos trazos, una mitad roja y la
otra azul, que duraron lo mismo que las convulsiones. Se calmó unos segundos
pero no pasaron ni unos segundos cuando el ataque regresó con furia. Esta vez
más con más violencia que hacía parecer a la pantalla del equipo como un
sismógrafo enloquecido. Un protector bucal y un sedante endovenoso hicieron
bien su trabajo y Guido se quedó quieto.
Me
preguntaba que podía haber vuelto locas a las neuronas, aquellas complejas
células que Santiago Ramón y Cajal en 1903 hizo evidentes sumergiendo el tejido
cerebral a calentamiento con nitrato de plata. Al respecto escribió:
Como si la naturaleza se hubiera propuesto ocultar a nuestras miradas el maravilloso artificio de la organización, la célula, el misterioso protagonista de la vida, se recata obstinada en la doble invisibilidad de lo pequeño y lo homogéneo. Texturas formidablemente complejas se presentan al microscopio con la albura, igualdad de índice de refracción y virginidad estructural de una masa gelatinosa.
En
su oportunidad Ramón y Cajal encontró dentro de tales células una variedad de
neurofibrillas que cambiaban de aspecto frente a estímulos diversos, ellas eran
las responsables de transmitir los impulsos eléctricos que transforman nuestros
estados de ánimo y nuestras funciones vitales. Cien años más tarde y con miles de
leguas de avance tecnológico, Guido frente a nosotros tenía una ataque de
epilepsia, una posesión demoniaca medieval ahora explicada como una descarga paroxística
neuronal, al igual que una gran tormenta eléctrica empezaba con un leve goteo
para luego sucederse en una tempestad, turbulenta y arrasadora, mezclada de
truenos y relámpagos. La descarga neuronal de Guido lo había dejado devastado,
tendido en la camilla de pruebas.
Unas
horas después ya en su cama, mediante una lectura de huellas digitales
descubrimos la identidad de Guido, su nombre completo, fecha de nacimiento y
dirección. Pero lamentablemente cuando
la asistenta social llegó a la zona indicada nadie dijo conocerlo.
Ahora
intentamos lanzar la noticia por radio y televisión con la esperanza que desde
algún lugar lo reclamen como suyo, pues todo ser humano no puede desligarse de
su estirpe. Mientras tanto, tenemos a Guido en un mutismo inducido por una
combinación de barbitúricos, valproato y fenitoina, con esporádicas salvas de
aquellos terremotos que asaltan su corteza cerebral.
Y
yo en suspendido en la conjeturas acerca de lo que le pasó a Guido antes de llegar
al hospital, en la ilusión, espero no vana, de encontrar una salida lo mas
rápido posible al laberinto neuronal en el que me encuentro.
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