martes, 8 de octubre de 2013

Murakami 15 de Octubre



Tusquets anuncia para el 15 de Octubre el lanzamiento de la versión en español de la nueva novela de Haruki Murakami: Los años de peregrinación del chico sin color. La carátula luce impresionante además. No se sabe si será una feliz coincidencia en momentos en que Murakami sigue encabezando las encuestas en la carrera al Nobel en Literatura 2013. Pero con la Academia nunca se sabe.

Aqui los primeros párrafos de la novela, acerca de un hombre que se pregunta en que momento lo dejaron sus amigos:

Desde el mes de julio del segundo curso de carrera hasta enero del año siguiente, Tsukuru Tazaki vivió pensando en morir. Entretanto, cumplió veinte años, pero esa muesca en el tiempo no significó nada para él. Durante esos meses, la idea de acabar con su vida le parecía de lo más natural y legítima. Todavía ahora, mucho tiempo después, ignoraba la razón por la que no había dado ese último paso, a pesar de que, en aquel entonces, franquear el umbral que separaba la vida de la muerte le habría resultado más fácil que tragarse un huevo crudo.
Si Tsukuru no llegó a consumar el suicidio fue quizá por- que su fijación con la muerte era tan pura e intensa que el modo en que podría suicidarse no se asociaba en su mente a una imagen concreta. En su caso, la concreción era más bien un aspecto secundario. De haber tenido a su alcance una puerta que condujese a la muerte, la habría abierto sin titubear, sin pensárselo dos veces, como una prolongación de su día a día, por así decirlo. Pero, por fortuna o por desgracia, no encontró a mano esa puerta.
Ahora, Tsukuru Tazaki se decía a menudo que tal vez hubiera sido mejor haber muerto entonces. Así, este mundo habría dejado de existir. La idea le seducía: este mundo no existiría y lo que él tenía por realidad ya no sería real. Del mismo modo que para este mundo él ya no existiría, el mundo tam- poco existiría para él.
Y sin embargo, al mismo tiempo, no comprendía por qué, en aquella época, había estado tan cerca de la muerte. Y aun- que hubiera habido una razón concreta, ¿cómo era posible que ese anhelo por morir hubiese adquirido tanta fuerza como para adueñarse de él y engullirlo? Engullirlo, sí, ésa era la palabra. Al igual que el personaje bíblico que sobrevivió en el vientre de una ballena gigante, Tsukuru cayó en las entrañas de la muer- te y pasó aquellos días interminables en una oscura y turbia cavidad.
Durante meses vivió como un sonámbulo, como un cadáver que todavía no se ha percatado de que está muerto. Cuan- do el sol se levantaba, abría los ojos, se cepillaba los dientes, se vestía con lo primero que encontraba, subía al tren, iba a la universidad y tomaba apuntes en clase. Simplemente se movía en función del horario que tuviera que cumplir, como quien se agarra a una farola ante la acometida de un vendaval. No hablaba con nadie salvo que fuera necesario y, una vez de vuel- ta en su apartamento, apoyado contra la pared de su dormito- rio, reflexionaba sobre la muerte, sobre lo que significaba no estar vivo. Entonces ante él abría sus fauces un abismo som- brío que comunicaba directamente con el corazón del infierno. Allí, en lo más hondo, se divisaba un vacío que giraba en espiral, convertido en nube sólida, y se oía un profundo si- lencio que oprimía los tímpanos.
Cuando no pensaba en la muerte, no pensaba absolutamen- te en nada. Eso no le resultaba complicado. No leía la prensa, no escuchaba música, ni siquiera tenía apetito sexual. Lo que ocurriera en el mundo no le importaba lo más mínimo. Si se cansaba de estar encerrado en su apartamento, salía y paseaba sin rumbo fijo por el barrio. O iba hasta la estación y, senta- do en un banco, pasaba horas contemplando el ir y venir de los trenes.
Todas las mañanas se duchaba y se lavaba cuidadosamente el pelo, y dos veces por semana hacía la colada. La limpieza era uno de los pilares a los que se aferraba. Colada, baño y cepillado de dientes. En cambio, no se preocupaba demasiado por la alimentación. A mediodía almorzaba en el comedor de la universidad, pero, por lo demás, descuidaba su alimentación. Cuando le entraba hambre, compraba manzanas o alguna hortaliza en el supermercado del barrio y las mordisqueaba. Otras veces comía pan de molde a palo seco y bebía leche directamente del envase de cartón. Al llegar la hora de dormir, se tomaba una copita de whisky, igual que si fuera un medicamento. Como, afortunadamente, tenía poco aguante, esos dedos de whisky bastaban para que en poco tiempo lo invadiera el sopor. En aquella época nunca soñaba. Y si lo hacía, los sueños, no bien asomaban, resbalaban por la pendien- te escurridiza de su mente, sin nada a lo que sujetarse, hasta una zona completamente vacía.

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