El
jazz fue en los locos años 20 lo que el hip hop es en los años adolescentes del
siglo XXI. La nueva adaptación de El Gran Gatsby realizada por Baz Luhrman
logra trasladar la turbulencia de los años opulentos de la bonanza de Wall
Street y la generación de riquezas ilícitas por la prohibición del alcohol a la
sociedad del hiperconsumo de hoy. Nada parece haber cambiado en esta elipsis de
casi 100 años, la ostentación, la superficialidad y la diversión desenfrenada. Luego
de la Primera Guerra Mundial, en los
locos años 20 los Estados Unidos expandían su economía y sus ciudades, se
convirtió en potencia, creciendo por la inspiración de sus visionarios y el
empuje de una clase obrera heredada en parte de la esclavitud negra, mientras
sus millonarios languidecían de aburrimiento, disfrutando de los inventos post
revolución industrial. Esta abulia era combatida en interminables fiestas o en
oscuros gambitos, estos últimos donde se hacían negocios o se solidificaba la corrupción,
con sus vasos comunicantes entre el poder institucional y los poderes
subalternos.
Esa
es la figura que cuenta Nick Carraway a su siquiatra, o más bien escribe como
forma de terapia, la historia de su relación con Jay Gatsby, un nuevo rico
llegado de la nada, sin familia o antecedentes conocidos pero que vive solo en
un mansión del East Egg (el lugar de los
nuevos ricos) y que cada noche desde su pequeño muelle divisa a lo lejos la luz
verde, justo frente a él, al otro lado
de la bahía, una de las mansiones del West Egg –el sitio de la aristocracia-.
El
solitario Gatsby se hace conocido en sociedad por sus descomunales fiestas, de vestidos
elegantes, de bailes interminables, atendidas por decenas de mozos con un flujo
ilimitado de licor. Una trompeta con sordina abre la fiesta y la cierra un
piano incansable. Pero en esta versión de Gatsby la música es una mezcla de hip
hop y jazz con una percusión contagiosa. Y la sucesión rápida de planos fotográficos
traduce el desenfreno de la época.
Pero
en medio de las fiestas transcurre la vena de la trama, una historia de amor y
de apariencias. Gatsby ha creado un mundo artificial de lujo y esplendor, pero
también de una postiza sofisticación, por ejemplo una biblioteca enorme con
libros de verdad, como lo atestigua un visitante de una de las fiestas, que
borracho decide sumergirse en los libros en lugar que el baile y la
conversación. Detrás de esta construcción de glamour está la verdadera
intención de Gatsby, recuperar al amor de su vida.
Gatsby
ha congelado por años la imagen de Daisy, quien lo deslumbró antes de irse a la
guerra y con quien tuvo un fugaz encuentro. Pero Daisy era de la aristocracia y
Jay un don nadie. El correo de la guerra jugó una mala pasada y Daisy terminó
casándose con un exitoso aristócrata, Tom Buchanan, quien alimenta su ego con
amores furtivos.
Así
tenemos a Nick Carraway, el puente entre Jay y Daisy que re descubren su amor,
mientras Tom siente que su aparente tranquilidad se desmorona cuando su esposa
y su amante salen del control férreo que ha impuesto. Un bienestar postizo
propio a sus conveniencias.
El
Gran Gatsby es una versión muy pegada a la novela de Fitzgerald, sobre todo en
los diálogos, es muy visual con guiños permanentes al siglo XXI, con carrera de
autos –a 60 km/h- incluida. Es la
historia de un amor que se congeló en el tiempo y la de una obsesión, la de
crear un mundo artificial para satisfacer a la persona amada. Un mundo que sólo
tiene vida cuando Daisy pasa horas en la mansión, cuando el tiempo se detiene. Cuando Jay realmente es feliz, una personalidad
solitaria de pocos amigos -a quienes llama con un eufemismo, old sport- y un solo gran amor.
Pero
la crisis se desencadena cuando caen las caretas y la burbuja revienta,
llevando consigo consecuencias trágicas.
Lurhman
se permite unas licencias para dar coherencia a la película y aquellos hermosos
diálogos y monólogos literarios de la novela original son compensados con artificios
visuales.
La
era del jazz a ritmo de hip hop, la nueva adaptación de El Gran Gatsby en el
siglo XXI.
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