En El Coronel no tiene quien le escriba, Gabriel García Márquez hace un relato de la decadencia humana y la indolencia burocrática, en un pueblo innominado de la selva caribeña.
Un coronel retirado, ex combatiente en una guerra fratricida, espera inútilmente una pensión de veterano. Perdido entre los vericuetos y la retórica de la administración pública yace su expediente. El coronel, con ansiedad y desazón, espera la llegada del correo todos los viernes en el muelle de su pueblo. Quince años de la misma rutina esperando una carta que lo confirme como pensionado.
El coronel y su esposa viven rodeados de la esperanza en una pensión que no llega y en el recuerdo de un hijo asesinado por revolucionario, del que solo les queda un gallo de pelea al que alimentan con el fin de hacerlo pelear tres meses después, en la temporada de gallos, para recibir dinero de las apuestas.
Sin otro medio de subsistencia que la venta de artículos caseros y con la remota ilusión del triunfo de un gallo que si tiene sus alimentos al día, a diferencia de sus dueños, al coronel y a su esposa solo les queda lidiar con sus enfermedades, su dignidad marchita y el progresivo deterioro de una ancianidad en la pobreza.
Un coronel retirado, ex combatiente en una guerra fratricida, espera inútilmente una pensión de veterano. Perdido entre los vericuetos y la retórica de la administración pública yace su expediente. El coronel, con ansiedad y desazón, espera la llegada del correo todos los viernes en el muelle de su pueblo. Quince años de la misma rutina esperando una carta que lo confirme como pensionado.
El coronel y su esposa viven rodeados de la esperanza en una pensión que no llega y en el recuerdo de un hijo asesinado por revolucionario, del que solo les queda un gallo de pelea al que alimentan con el fin de hacerlo pelear tres meses después, en la temporada de gallos, para recibir dinero de las apuestas.
Sin otro medio de subsistencia que la venta de artículos caseros y con la remota ilusión del triunfo de un gallo que si tiene sus alimentos al día, a diferencia de sus dueños, al coronel y a su esposa solo les queda lidiar con sus enfermedades, su dignidad marchita y el progresivo deterioro de una ancianidad en la pobreza.
El Coronel destapó el tarro de café y comprobó que no había más de una cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de la tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata.
Mientras esperaba a que hirviera la infusión sentado junto a la hornilla de barro cocido en una actitud de confiada e inocente expectativa, el coronel experimentó la sensación de que nacían hongos y lirios venenosos en sus tripas. Era octubre. Una mañana difícil de sortear, aun para un hombre como él que había sobrevivido a tantas mañanas como ésa. Durante cincuenta v seis años -desde cuando terminó la última guerra civil- el coronel no había hecho nada distinto de esperar. Octubre era una de las pocas cosas que llegaban.
Su esposa levantó el mosquitero cuando lo vio entrar al dormitorio con el café. Esa
noche había sufrido una crisis de asma y ahora atravesaba por un estado de sopor.
Pero se incorporó para recibir la taza.
-Y tú -dijo.
-Ya tomé -mintió el coronel-. Todavía quedaba una cucharada grande.
En ese momento empezaron los dobles. El coronel se había olvidado del entierro.
Mientras su esposa tomaba el café, descolgó la hamaca en un extremo y la enrolló en el otro, detrás de la puerta. La mujer pensó en el muerto.
-Nació en 1922 -dijo-. Exactamente un mes después de nuestro hijo. El siete de abril. Siguió sorbiendo el café en las pausas de su respiración pedregosa. Era una mujer construida apenas en cartílagos blancos sobre una espina dorsal arqueada e inflexible. Los trastornos respiratorios la obligaban a preguntar afirmando. Cuando terminó el café todavía estaba pensando en el muerto.
“Debe ser horrible estar enterrado en octubre”,dijo. Pero su marido no le puso atención. Abrió la ventana. Octubre se había instalado en el patio. Contemplando la vegetación que reventaba en verdes intensos, las minúsculas tiendas de las lombrices en el barro, el coronel volvió a sentir el mes aciago en los intestinos.
-Tengo los huesos húmedos -dijo.
-Es el invierno -replicó la mujer-. Desde que empezó a llover te estoy diciendo que duermas con las medias puestas.
-Hace una semana que estoy durmiendo con ellas.
1 comentario:
Hola, soy el gallo del Coronel y quiero darte las gracias por el homenaje,se me ha puesto la piel de gallina,un abrazo!
PD: Por cierto, al final, al Coronel le escribió alguien, una gallina que ahora es mi señora esposa.
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