miércoles, 17 de noviembre de 2010

Enfermedades Paralelas


Cuando las ganas de vivir se van amortiguando por los golpes del destino y los ciclos de la vida los van dejando solos, el coronel y a su esposa comparten no solo sus afectos, la costumbre de estar juntos sino viven además a contrapunto de sus enfermedades. En este caso, el coronel con una diarrea crónica que se agudiza en otoño y su esposa con un asma persistente.

Ya que dentro de una vida en la que todos los días se viven iguales: levantarse, desayunar, vestirse y las campanadas de la iglesia a la misma hora, solo hay dos cosas que pueden cambiar: el clima y el curso de las enfermedades.



El coronel se sintió mal en el cementerio. Cuando don Sabas lo empujó hacia la pared para dar paso a los hombres que transportaban al muerto, volvió su cara
sonriente hacia él, pero se encontró con un rostro duro.

-Qué le pasa, compadre -preguntó.

El coronel suspiró.

-Es octubre, compadre

Regresaron por la misma calle. Había escampado. El cielo se hizo profundo, de un azul intenso. «Ya no llueve más», pensó el coronel, y se sintió mejor, pero continuó absorto. Don Sabas lo interrumpió.

-Compadre, hágase ver del médico.

-No estoy enfermo -dijo el coronel-. Lo que pasa es que en octubre siento como si tuviera animales en las tripas.



La casa queda en un espacio rural, una sala amoblada y amplia, un dormitorio -demasiado estrecho para la respiración de una asmática.-, un jardín y un silo. Dentro de ella la tensión es constante y los roles bien definidos, la mujer cocina cuando hay con qué, zurce y remienda las mil vueltas de una ropa venida a menos, la que plancha si no esta devastada por el asma. El coronel se encarga de las visitas sociales, de recoger el correo que nunca llega y de explorar la posibilidad de llevar dinero a casa, pero con parsimonia, como pidiendo permiso a cada habitante del lugar.




Llovió después de la medianoche. El coronel concilió el sueño pero despertó un momento después alarmado por sus intestinos. Descubrió una gotera en algún lugar de la casa. Envuelto en una manta de lana hasta la cabeza trató de localizar la gotera en la oscuridad. Un hilo de sudor helado resbaló por su columna vertebral. Tenía fiebre. Se sintió flotando en círculos concéntricos dentro de un estanque de gelatina.

Amaneció estragado. Al segundo toque para misa saltó de la hamaca y se instaló en una realidad turbia alborotada por el canto del gallo. Su cabeza giraba todavía en círculos concéntricos. Sintió náuseas. Salió al patio y se dirigió al excusado a través del minucioso cuchicheo y los sombríos olores del invierno. El interior del cuartito de madera con techo de zinc estaba enrarecido por el vapor amoniacal del bacinete. Cuando el coronel levantó la tapa surgió del pozo un vaho de moscas triangulares.

Era una falsa alarma. Acuclillado en la plataforma de tablas sin cepillar experimentó la desazón del anhelo frustrado. El apremio fue sustituido por un dolor sordo en el tubo digestivo. «No hay duda», murmuró. «Siempre me sucede lo mismo en octubre.» Y asumió su actitud de confiada e inocente expectativa hasta cuando se apaciguaron los hongos de sus vísceras. Entonces volvió al cuarto por el gallo.

-Anoche estabas delirando de fiebre- dijo la mujer.

Había comenzado a poner orden en el cuarto, repuesta de una semana de crisis. El coronel hizo un esfuerzo para recordar.

-No era fiebre -mintió-. Era otra vez el sueño de las telarañas.



Entre esa monotonía infame en que se convierte una vida aferrada al pasado y desplazados de la vida social del pueblo, la novela es también la historia de un matrimonio donde los reproches se hacen inocuos por desvencijados de tanto uso, donde los afectos se han trastocado en un interés mutuo por la supervivencia, donde el recuerdo del hijo perdido es su único anclaje con el calendario. Un matrimonio como testigo del deterioro de los tejidos vitales que tropieza con el desarrollo de las actividades diarias y cada incapacidad es un adorno más dentro de la casa.



Se sentía bien. Diciembre había marchitado la flora de sus vísceras. Sufrió una contrariedad esa mañana tratando de ponerse los zapatos nuevos. Pero después de intentarlo varias veces comprendió que era un esfuerzo inútil y se puso los, botines de charol. Su esposa advirtió el cambio.



Al final de la novela los personajes centrales saben que antes que la esperada pensión o el dinero que amengüe el hambre de sus tripas, lo que puede llegar antes de cada amanecer o anochecer es la muerte.


-Es lo mismo -replicó la mujer-. Debías darte cuenta de que me estoy muriendo, que esto que tengo no es una enfermedad sino una agonía.

El coronel no habló hasta cuando no terminó de almorzar.

-Si el doctor me garantiza que vendiendo el gallo se te quita el asma, lo vendo en seguida -dijo-. Pero si no, no. Esa tarde llevó el gallo a la gallera. De regreso ncontró a su esposa al borde de la crisis. Se paseaba a lo largo del corredor, el cabello suelto a la espalda, los brazos abiertos, buscando el aire por encima del silbido de sus pulmones. Allí estuvo hasta la prima noche. Luego se acostó sin dirigirse a su marido.

Masticó oraciones hasta un poco después del toque de queda. Entonces, el coronel se dispuso a apagar la lámpara. Pero ella se opuso.

-No quiero morirme en las tinieblas -dijo.

El coronel dejó la lámpara en el suelo


Es que a lo largo de la vida cada uno aprende a desear una muerte a su manera.

1 comentario:

María Paola dijo...

¿Qué hace a un escritor hurgar en lo profundo de sus personajes aislados, melancólicos, de famélica existencia?
Pienso y me queda claro que la imaginación de cada escritor va acompañada de ciertas anécdotas propias y ajenas.