Ayer
hablaba del arte y de las coincidencias en una charla. Anoche veía una película
que transitaba doce años en la vida de un niño, casi en tiempo real. Hoy
escucho canciones de aquella película que me recuerdan mi infancia, pero
también mi rol de padre.
Boyhood fue filmada a lo largo de 12 años en
pequeños intervalos en los que el guion era escrito poco antes que los actores
fueran convocados y que incluso obligó a la firma de un acuerdo entre David
Linklater y Ethan Hawke, pues si algo le pasaba al primero, el segundo
continuaría el proyecto.
En
la película vemos literalmente crecer a Mason desde sus inocentes 6 años cuando
tiene que soportar a su pequeña y desafinada hermana mayor cantando a Britney
Spears, así como ver desde la ventana la discusión de sus padres. La
complicidad de dos hermanos que ven con tristeza el mundo de los adultos, la
disolución de su hogar y el escape a otra ciudad, con otro colegio y amigos.
De
algún modo, todos crecen a lo largo de estos 12 años. La madre (Patricia
Arquette) con esa infinita capacidad para involucrarse sentimentalmente con
perdedores pero que a pesar de ello concluye su carrera, para luego ejercer
como profesora e intentar reemplazar el hogar que les arrebató a sus hijos,
luego de intentos fallidos entiende que se basta por sí sola. El padre (Ethan
Hawke), en el difícil oficio de ejercer su paternidad a distancia, siguiendo a
sus hijos mientras ellos van de casa en casa, a veces con intervalos muy
largos, pero siempre, y a pesar de sus limitaciones, lo logra, está allí para
acompañar, para aconsejar, para dar apoyo, para ser cómplice, para ser su amigo en Facebook, porque cuando
los hijos no quieren contar algo, allí están las redes sociales para revelarnos
sus anhelos, triunfos y frustraciones. Samantha, su hermana, una niña que
esquiva hábilmente las asperezas de una infancia y adolescencia en un hogar
uniparental o la hostilidad de padrastros alcoholizados, para siempre mostrar
una sonrisa y una actitud limpia frente a la vida.
Y
finalmente Mason, un niño taciturno que ve pasar la vida de los demás desde una
periferia autoimpuesta, donde el mundo más importante es el interior, mucho más
rico y profundo que las emociones que expresa al exterior. Acompañamos los
cambios físicos de la infancia a la adolescencia, a esos dolores emocionales y tangibles
del crecimiento. En contraste a una Samantha extrovertida, optimista y sedienta
de logros, Mason oponía una mirada sensible y un silencio que le permitía
refugiarse en sus exploraciones de la vida natural, coleccionaba animalillos,
plantas, piedras, ya de adolescente observaba y reflexionaba acera del
comportamiento de los demás. En compensación, la naturaleza le devolvía el esplendor
de sus formas y matices, no por nada se nos muestra a un Mason adolescente con
una cámara fotográfica como mejor arma de comunicación.
Frente
los avatares y la hostilidad propia de los seres humanos Mason colocaba una
distancia terapéutica y reflexiva, en una de las escenas finales Mason
reflexiona acerca de nosotros, mencionando que le fue más barato al sistema
convertir a los humanos en robots antes que invertir en fabricarlos.
Boyhood también ofrece una mirada nostálgica
sobre la sociedad, las relaciones entre padres e hijos y la formación de la
personalidad desde la infancia. A su manera, Boyhood es un bildungsroman visual. Cuidadosamente
editada, la película aparece lineal y trazada desde el inicio, cuando en
realidad es una serie de escenas, a modo de fogonazos, sobre la vida de
cualquiera de nosotros, una batalla infantil entre hermanos, las peleas entre
padres, el momento de la cena en familia, los videojuegos, la visita al
estadio, los paseos al campo, las fiestas juveniles, el primer amor, el cambio
de colegios, la graduación, las salidas de fin de semana con el padre, las
apuestas, los pequeños regalos, como el disco oculto de los Beatles, The Black Album, la colección de sus canciones como solistas, como símbolo del traspaso de las tradiciones de padres a hijos. Es otro
de los aciertos de la película, su banda sonora, que nos devuelve las emociones
de una época. Boyhood tiene momentos épicos y puntos de quiebre a partir de una
canción, un regalo o una reunión familiar. Es la vida como un continuo que se
transmite de padres a hijos.
Si
la madre es la que impone las reglas en el nido, el padre distante aprovecha
esos pequeños momentos de diversión en el parque, en el campo, durante un viaje
en auto o en el restaurant para hacerlo trascendente con sus lecciones de vida:
estudiar, portarse bien, hablar de sexo, dar regalos, así como aconsejar a
adolescentes con sus crisis amorosas.
Y
en todos estos años se teje una urdimbre de vínculos afectivos que se fortalece
en el tiempo, donde cada simple episodio revela a sus personajes la complejidad
de la vida, con sus altos y bajos. De este modo, la película se aparece como un
gran espejo donde nos vemos reflejados en cada momento, ya sea haciendo de hijo
o de padre, cuando vemos a nuestro padre como superhombre, cuando el padre hace
equilibrios para ver a sus hijos, cuando nos damos cuenta que vivimos una vida
solo para pedir y dar el afecto a nuestra familia, que los vínculos entre padres
e hijos son tan fuertes que perduran a pesar de la distancia y que sin importar
lo que logremos en la vida, nuestros padres serán siempre nuestros héroes y
cuando somos padres, los hijos son una extensión de nosotros, por eso algo muy
profundo se nos quiebra cuando ellos alcanzan sus pequeños grandes triunfos o
sufren alguna frustración.
Es
en esta diáspora continua que es la vida, que aquellos vínculos que sembramos son
los que amortiguan cualquier aspereza. Por eso, anoche, ya en mi cama, tracé
imaginariamente en la oscuridad, y bajo el cielo raso de mi habitación, elipsis
gigantes para unirme a todas las personas que amo, mi pequeña familia. Y dormí
feliz.
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