martes, 4 de diciembre de 2012

Ratón de Librería


Fue el primer libro regalado a solicitud expresa. Aún lo conservo. En medio de todas las cosas frente a mi vista, estaba aquel libro,  reluciendo en el estante de una pequeña  librería del Jirón de la Unión. Yo, caminando en medio de mis padres, quedé impresionado por la carátula, a una edad  donde sentía una pasión por el cosmos y los viajes espaciales eran noticia de cada día. El libro: De la Tierra a la Luna de Julio Verne y lo primero que me percaté  fue que no había figuritas. Igual pedí que me lo compraran. De regreso a casa, embelesado con el interior del libro disfrutaba de una marcha interminable de letras en cientos de páginas. Los capítulos avanzaban y de lo profundo de la lectura aparecieron las figuritas, que se formaban en mi mente. Una explosión. Una bala de cañón que podría impactar aquella lejana bola blanca, aquella bola con forma de queso gruyere que imaginaba infantilmente como la luna.

Desde entonces, fui gratificado con más libros hasta los días en que pude comprarlos por mi cuenta. De todas las librerías que recuerdo una se ha quedado muy grabada, era el último tramo  de los paseos de viernes por la noche por el Jirón de la Unión, una veza pasados el Club Nacional y una estación de radio aparecía la librería Época, en el jirón Belén. Tenía tres grandes puertas, el tercer ambiente de la librería  albergaba estantes de pared a pared y de suelo al techo. Centenares de libros y la colección más grande de revistas que podía conocer hasta entonces. Un señor sentado en un rincón, con el gesto adusto siempre callado custodiaba la caja registradora. Pagabas, el sonido de las teclas, un sonido como de campanilla, una bandeja que se disparaba horizontalmente y de donde sacaban tu vuelto.

Seguí visitando la librería, que como la tienda de discos Boza, se convirtieron años después en mis lugares de peregrinaje adolescente hasta que la tranquilidad y el glamour del Centro de Lima se fueron extinguiendo y el camino  se hizo intransitable. En aquellas visitas volvía a revisar los estantes y a hojear las revistas internacionales, que me servían como puerta de acceso a un mundo que era difícil conocer por las restricciones de entonces, otras tantas veces las revistas me sirvieron también como fuente de referencia para las incipientes discusiones políticas en los cursos de sociología en la Facultad.

Mis años universitarios rememoran también la gigantesca librería Studium de la Plaza Francia, allí me refugiaba a veces en los intervalos meridianos de las clases que tenía en uno de los hospitales cercanos. Studium mantenía una extensa colección de libros técnicos y no pocas veces veía algunos de mis profesores revisando los estantes y comprando pilas de libros.

Desde entonces he visitado decenas de librerías y puestos de diarios en busca de entretenimiento, para oxigenar mis excluyentes estudios de medicina. Ha caminado por el Virrey de la calle Dasso, con sus interminables filas de libros y autores, con la presencia del señor Sanseviero y sus partidas de ajedrez; por La Casa Verde de la cuadra 10 de Larco, la primera librería que usó sensores electrónicos para los libros;  por los cachineros del jirón Pachitea con el surtido de libros viejos;  por la estación de diarios del Sheraton con los últimos diarios y revistas del mundo;  por un estrecho pasillo de la cuadra 1 de Larco con un surtido de los más recientes números de Time, Newsweek y Rolling Stone.  Luego Época se mudó al Ovalo Gutierrez  pero ya no veía al señor de la caja y algo de su encanto original se fue desvaneciendo.

Ni que decir de aquellas librerías que descubrí fuera del país, de varios pisos y secciones como en tienda de departamentos, algunas con servicio de café (o té) y muffins donde me pasaba horas perdido entre los estantes, las secciones de ficción y no ficción, historia, filosofía o ciencia. Paradójicamente nunca me compré un libro de medicina en tales librerías para eso estaban los bookstores de hospitales y universidades. Con el tiempo aprendí a llevar una libreta y tomaba apuntes de aquellos libros que no compraría, pero que eran muy buenos, ya que ni la bolsa de viaje ni la maleta aguantaban tanto. Visitar las librerías se convirtió entonces en parte del viaje, hasta llegué a establecer mi record personal de permanencia, cinco horas.

Con los años el centro de gravedad se ha repartido en librerías, campos feriales e incluso compra por internet o a través de amigos. Literalmente los libros llegan por aire, mar o tierra. No tengo escapatoria.

Entrar a una librería, era y es hasta hoy, como atravesar un espejo y descubrir un mundo paralelo, el de las ficciones que me hacen soñar despierto y que me aíslan por completo de la complejidad y tedio de las responsabilidades que fueron creciendo en todos estos años.

Leer un libro es para mí, entre tantas otras cosas, el renovar cada día el compromiso de vivir. Y volver como aquella primera vez a quedarme embelesado frente a un estante de libros como si fueran lo único que importara. Total, soñar no cuesta nada.

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