Fue
el primer libro regalado a solicitud expresa. Aún lo conservo. En medio de
todas las cosas frente a mi vista, estaba aquel libro, reluciendo en el estante de una pequeña librería del Jirón de la Unión. Yo, caminando
en medio de mis padres, quedé impresionado por la carátula, a una edad donde sentía una pasión por el cosmos y los
viajes espaciales eran noticia de cada día. El libro: De la Tierra a la Luna de
Julio Verne y lo primero que me percaté fue
que no había figuritas. Igual pedí que me lo compraran. De regreso a casa,
embelesado con el interior del libro disfrutaba de una marcha interminable de
letras en cientos de páginas. Los capítulos avanzaban y de lo profundo de la
lectura aparecieron las figuritas, que se formaban en mi mente. Una explosión.
Una bala de cañón que podría impactar aquella lejana bola blanca, aquella bola
con forma de queso gruyere que imaginaba infantilmente como la luna.
Desde
entonces, fui gratificado con más libros hasta los días en que pude comprarlos
por mi cuenta. De todas las librerías que recuerdo una se ha quedado muy
grabada, era el último tramo de los
paseos de viernes por la noche por el Jirón de la Unión, una veza pasados el
Club Nacional y una estación de radio aparecía la librería Época, en el jirón
Belén. Tenía tres grandes puertas, el tercer ambiente de la librería albergaba estantes de pared a pared y de suelo
al techo. Centenares de libros y la colección más grande de revistas que podía
conocer hasta entonces. Un señor sentado en un rincón, con el gesto adusto siempre
callado custodiaba la caja registradora. Pagabas, el sonido de las teclas, un sonido
como de campanilla, una bandeja que se disparaba horizontalmente y de donde
sacaban tu vuelto.
Seguí
visitando la librería, que como la tienda de discos Boza, se convirtieron años
después en mis lugares de peregrinaje adolescente hasta que la tranquilidad y
el glamour del Centro de Lima se fueron extinguiendo y el camino se hizo intransitable. En aquellas visitas
volvía a revisar los estantes y a hojear las revistas internacionales, que me
servían como puerta de acceso a un mundo que era difícil conocer por las
restricciones de entonces, otras tantas veces las revistas me sirvieron también
como fuente de referencia para las incipientes discusiones políticas en los
cursos de sociología en la Facultad.
Mis
años universitarios rememoran también la gigantesca librería Studium de la
Plaza Francia, allí me refugiaba a veces en los intervalos meridianos de las clases
que tenía en uno de los hospitales cercanos. Studium mantenía una extensa
colección de libros técnicos y no pocas veces veía algunos de mis profesores
revisando los estantes y comprando pilas de libros.
Desde
entonces he visitado decenas de librerías y puestos de diarios en busca de
entretenimiento, para oxigenar mis excluyentes estudios de medicina. Ha caminado
por el Virrey de la calle Dasso, con sus interminables filas de libros y
autores, con la presencia del señor Sanseviero y sus partidas de ajedrez; por La
Casa Verde de la cuadra 10 de Larco, la primera librería que usó sensores
electrónicos para los libros; por los
cachineros del jirón Pachitea con el surtido de libros viejos; por la estación de diarios del Sheraton con
los últimos diarios y revistas del mundo; por un estrecho pasillo de la cuadra 1 de
Larco con un surtido de los más recientes números de Time, Newsweek y Rolling Stone. Luego Época se mudó al Ovalo Gutierrez pero ya no veía al señor de la caja y algo de
su encanto original se fue desvaneciendo.
Ni
que decir de aquellas librerías que descubrí fuera del país, de varios pisos y
secciones como en tienda de departamentos, algunas con servicio de café (o té) y
muffins donde me pasaba horas perdido
entre los estantes, las secciones de ficción y no ficción, historia, filosofía
o ciencia. Paradójicamente nunca me compré un libro de medicina en tales
librerías para eso estaban los bookstores
de hospitales y universidades. Con el tiempo aprendí a llevar una libreta y
tomaba apuntes de aquellos libros que no compraría, pero que eran muy buenos,
ya que ni la bolsa de viaje ni la maleta aguantaban tanto. Visitar las
librerías se convirtió entonces en parte del viaje, hasta llegué a establecer
mi record personal de permanencia, cinco horas.
Con
los años el centro de gravedad se ha repartido en librerías, campos feriales e
incluso compra por internet o a través de amigos. Literalmente los libros llegan
por aire, mar o tierra. No tengo escapatoria.
Entrar
a una librería, era y es hasta hoy, como atravesar un espejo y descubrir un
mundo paralelo, el de las ficciones que me hacen soñar despierto y que me
aíslan por completo de la complejidad y tedio de las responsabilidades que
fueron creciendo en todos estos años.
Leer
un libro es para mí, entre tantas otras cosas, el renovar cada día el
compromiso de vivir. Y volver como aquella primera vez a quedarme embelesado
frente a un estante de libros como si fueran lo único que importara. Total,
soñar no cuesta nada.
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