miércoles, 17 de octubre de 2012

La Blancura de la Ballena


Creo que el libro que responde sin duda alguna a la pregunta  de “la novela que me hubiese gustado escribir” es Moby Dick,  escribió William Faulkner en una carta dirigida al Chicago Tribune en 1927.

Me he detenido a explorar la amplitud del capítulo 42 “La Blancura de la Ballena” y preguntarme si es el color blanco una construcción mental o tan sólo una combinación de longitudes de onda que nuestros conos de la retina se encargan de enviar al cerebro.

Creo que ambas cosas. La percepción del color no sólo es una compleja cadena de reacciones químicas y físicas en los órganos de la visión, sino además está ligada a la memoria que nuestro cerebro tiene de experiencias pasadas con objetos y colores. Una vez que percibimos un color a una luminosidad determinada, nuestro cerebro se encarga de reconstruir la imagen que vemos y no necesariamente lo que realmente es. Una imagen acaba siendo un constructo cromático y también un constructo mental.

Es lo que pretende explicarnos Melville en el capítulo 42, el aparente significado de pureza e inocencia que puede irradiar la blancura, se convierte para algunos seres humanos en el heraldo de un vacío, de algo terrorífico o de un ente ausente de color y de vida, es decir de la muerte.

El blanco viene a ser para Ismael el caos que la naturaleza le impone al ser humano, esa ausencia de color que a la larga es la no presencia de fluidos vitales, como la sangre, la melanina o la clorofila que confieren un significado a la vida. El blanco es el color de los muertos, el color de sus túnicas o de la neblina blanca que rodea a los aparecidos. Al tener los seres humanos una eterna incertidumbre frente al significado de la muerte asociamos el blanco a nuestros propios temores frente a lo  desconocido.

El blanco de la nieve de las cumbres, la asfixiante blancura del paisaje antártico, la espuma blanca del mar en una noche de navegación o los lancinantes fulgores blancos de las escenas del Apocalipsis cristiano, todos ellos configuran un sino triste y neurótico del ser humano sobre la insignificancia de nuestras vidas frente a la inmensidad del Cosmos y su eterno conflicto con el Caos. El Génesis y el Apocalipsis. El Alfa y el Omega.

Frente a ello, en medio de la inmensidad del mar Ismael filosofa y atribuye al color  blanco, y por ende al leviatán blanco, el vacío y fragilidad de su existencia.

De nuestra existencia.

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