Existe en mi pequeña biblioteca un espacio dedicado a sus libros, el rincón Borges, limita al norte con Dante, y está al oeste de Shakespeare. Siempre que paso por aquellos territorios, me detengo un rato a hojear uno de su libros, que los tengo apretujados entre ediciones nuevas y ejemplares de libros de viejo, con el saludable riesgo de quedarme más tiempo del necesario atrapado por su narración intensa.
Confieso que cuando comencé a leer a Borges en mis años universitarios, confundía con facilidad extrema los linderos entre un dato real o uno inventado. Mis primeras lecturas no fueron en casa sino en la pequeña biblioteca personal del padre de una amiga. Con el tiempo no puedo decir que me gustaba más si ir a ver a una de ellas o quedarme leyendo un libro mientras la esperaba. Creo que finalmente eran ambas cosas.
De esas primeras lecturas a las que retomé desde la Escuela de Escritura Creativa hay una gran distancia literaria, muchas lecturas, aprendizajes y experiencias han modelado mi capacidad de lectura. El tiempo me ha hecho que aparezcan nuevas figuras literarias y filosóficas detrás del tapiz que forman sus palabras. Por tal motivo cada lectura para mí tiene el mismo efecto que tomar el agua fresca de una fuente durante una larga caminata bajo un día caluroso.
Ahora me queda más claro el brillo de su erudición y, como los intensos y variados fulgores de una joya, puedo distinguir en sus textos con mayor claridad sus momentos de realidad y ficción. Mi colección de sus libros no es completa ni pretende serlo pues no me alcanzaría el tiempo para terminarlas, aunque aprecio con ternura los nuevos volúmenes de sus obras completas.
Hace poco la lectura furtiva de uno de sus cuentos me regaló una epifanía: pude encontar el nombre que buscaba intensamente para la antología crítica de la obra de unos de mis profesores de clínica.
A 112 años de su nacimiento no me queda más que decir, Grande Borges, gracias una vez más.
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