Fuente: Nobelprize.org
En
cierto sentido una célula puede verse como una fábrica. La analogía funciona si
consideramos a la célula como un lugar de producción, esta dividida por
funciones, requiere de fuentes de energía y posee lugares para el
almacenamiento.
Como
cualquier fábrica existen no solo productos de desecho sino productos
defectuosos que deben ser eliminados. La célula posee compartimientos internos
llamados organelas, uno de ellos tiene la forma de vesículas y se llama
lisosoma, son pequeñas bolsas que contienen los materiales de desecho, lo que
luego son destruidos en su interior por proteínas especializadas. Por otro
lado, algunos lisosomas sirven como lugares de almacenamiento de los productos
del metabolismo celular.
Estos
lisosomas fueron descubiertos en 1950 por Christian de Duve que luego acuñó el
término Autofagia (comerse a sí mismo) para referirse a aquellas vesículas que
digerían productos de la misma célula. A estas vesículas se les llamó
Autofagosomas. Este fenómeno puede ocurrir en respuesta a situaciones variadas.
Por ejemplo, proteínas de conformación defectuosa, materiales en exceso cuando
se produce una remodelación celular, como puede ser el caso del desarrollo de
un embrión, así como también ser una forma de respuesta de la célula ante
situaciones de estrés –en este caso se destruyen proteínas no vitales para
obtener energía, como puede ser el caso de quemar parte del mobiliario para
obtener calor ante el frío extremo-.
Para
entonces quedaban sin responder muchas preguntas que explicaran cómo se inicia
la autofagia, cuáles eran sus componentes,
quién comandaba el proceso, cuáles serían los beneficios celulares y si
una distorsión de la autofagia traía consecuencias en la salud.
Yoshimiro
Ohsumi, alrededor de 1990 en la Universidad de Tokyo se dedicó al estudio de la
autofagia en la levadura de cerveza (Saccharomyces
cerevisae) como ser modelo. Ohsumi pensó que obteniendo cepas mutantes que
no tuvieran ciertas proteínas involucradas en la digestión de sustancias de
desecho le darían una pista sobre el funcionamiento global del sistema. La
deducción fue la siguiente: si en un proceso un factor esta ausente los
productos previos en la cadena metabólica se acumularán. Y el tiempo de trabajo
disciplinado le dio la razón. Modificando genéticamente a la levadura obtuvo
cepas mutantes que fueron revelando poco a poco el proceso de autofagia.
Descubrió que al menos son 15 genes esenciales los que dirigen el proceso a
través de las proteínas que codifican. A estos genes los denominó ATG. El
proceso es como sigue, ante una situación de estrés celular –ayuno prolongado,
infección o ingreso de toxinas-, una proteína dispara una cascada de reacciones
que llevan a la formación de una vesícula que engulle el material de desecho –o
el necesario para un estímulo determinado- y lo digiere. Hasta allí todo bien
estaba bien demostrado en las levaduras, el siguiente paso era conocer que algo
similar ocurría en animales multicelulares y Ohsumi con su equipo lo lograron
identificando los homólogos ATG en mamíferos, en este caso ratones
genéticamente modificados en laboratorio.
La
tecnología utilizada por Ohsumi y colaboradores disparó una serie de
descubrimientos que demuestra que la autofagia es un proceso que ocurre en
condiciones normales para mantener el equilibrio metabólico conocido como
Homeostasis. Asimismo, la autofagia es útil en conseguir energía en periodos de
escasez de nutrientes, para retirar proteínas anormales que son tóxicas (como
en el caso de las enfermedades neurodegenerativas), en la limpieza de gérmenes
intracelulares o en la eliminación de células cancerosas. La ausencia o
defectos en la autofagia provocarán la aparición o empeoramiento de
enfermedades.
Las
nuevas técnicas de Ohsumi permitieron abrir una nueva línea de investigación y
descubrimientos que nos sirven para entender mejor la forma cómo trabajan las
células así como la génesis de enfermedades que aquejan a la humanidad.
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