La
burocracia recrea sus propios laberintos hasta hacerse eterna. Debido a mis
variadas ocupaciones me he enredado en la tarea de conseguir las certificaciones
necesarias par seguir con mis trabajos de investigación. Los certificados son
variados: como hacer un empaque para el correo, como llenar formularios,
demostrar que hemos leído y entendido un documento hasta asegurar que sabemos
colocar inyectables o conversamos con el paciente, entre otras cosas.
Es
como vivir una película de stop motion y debemos firmar cuadro por
cuadro. El trabajo deviene en extenuante debido a que las certificaciones
terminan por ocupar la mayoría de atenciones y nos alejan más de la
contemplación sistemática y del análisis riguroso que obliga toda tarea
científica.
Lo
peor de todo esto es que si por alguna omisión involuntaria obviamos una
certificación, el trabajo entero se ve empañado por la falta y nuestras
acciones devienen en algo cercano a una impostura administrativa que para ser
corregida deben de acometerse una serie de tareas, las que a su vez necesitan
de la certificación apropiada. Kafka no lo habría hecho mejor.
Ganas
no me faltan a veces de dejar todo y pasar al bando de la actividad creativa, fuera de los férreos grilletes de la certificación,
ya sea en el ejercicio libre de la medicina. Pero siempre está latente el
riesgo de convertirse en un impostor. Si uno olvida de renovar la licencia, con
el mero trámite de pagar una cuota, pasará al bando de los ilegales, no
importando cuan diestro y entrenado se está para desarrollar una función.
Esto
me lleva a uno de los libros que reviso por partes en estos días, cuando me
libero de conseguir certificados, se llama Impostores famosos, obra poco
conocida de Bram Stoker, el creador de Drácula. Uno de sus capítulos trata
precisamente de Paracelso, un famoso
médico de la Edad Media, época oscura donde la medicina se mezclaba con la
religión, la magia, la astrología y la necromancia. Tiempos donde la presunción
de pactos con el demonio eran comunes y que dieron origen a una de las leyendas
más recreadas, como la de Fausto, el médico que hizo un pacto con el diablo.
Se
dice en el libro que Paracelso, nacido en Suiza y que se llamaba realmente Theophrastus
Bombast von Hohenheim, fue un médico que despertó muchas envidias debido a su
tono contestatario e iconoclasta, así como sus métodos curativos heterodoxos.
De
acuerdo a lo mencionado por Stoker, los documentos de época alegaban que Paracelso creía que la vida era una emanación de las estrellas,
que el Sol gobernaba el corazón, la luna y las estrellas, júpiter el hígado,
Saturno la vesícula, mercurio los pulmones, Marte la bilis, Venus la carne y
que en cada estómago hay un demonio, y que el abdomen es un gran laboratorio
donde todos los elementos se mezclan.
Pero
no todo fue descabellado en Paracelso pues el mismo libro menciona que este
médico errante y repudiado por sus colegas, introdujo el uso del mercurio y el
opio con fines curativos, haciendo todo lo posible para desterrar el uso de
infames pócimas sin sentido como medicinas. Asimismo condenaba la idea
prevalente de entonces de explicar los fenómenos naturales a partir de la
intervención de espíritus o fuerzas ocultas.
Al
parecer no todo lo malo que se decía de él era cierto y me lleva a pensar que la maledicencia
estaba muy ligada a lo revolucionario y contestatario de sus ideas, en franca
colisión con la tendencia de la época.
Como consecuencia de sus esfuerzos, su genio, su intrépida
lucha por el bien común, y aunque tuvo pequeños episodios de prosperidad, Paracelso sufrió penurias, calumnias y ataques
sin cesar, tanto por los profesores de religión y de ciencia. Fue un
investigador original y de mente abierta, de una gran habilidad y dedicación,
así como absolutamente intrépido.
Entonces
solo me queda seguir adelante sin importar las benditas certificaciones
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