viernes, 13 de febrero de 2015

El Amor y las especialidades médicas



Mi amigo Mel McGinnis estaba hablando. Mel McGinnis es cardiólogo y a veces eso le da el derecho a hacerlo. En este cuento de Raymond Carver De qué hablamos cuando hablamos de amor, dos parejas de casados por segunda vez pasan una tarde conversando acerca de sus vidas y sus amores pasados. La tarde esta soleada y toman ginebra. Terri, la esposa de Mel, habla de su primer esposo, un hombre que la golpeaba y que luego le pedía perdón llorando, a eso Terri le llamaba amor. No sé cómo podríamos llamarlo, pero estoy seguro que no debemos llamarlo amor, replica Mel. Pasa la tarde, se suceden los vasos de gin, pasan las historias de parejas, nuevas y antiguas, se oscurece el día y el narrador dice Oía los latidos de mi corazón. Oía el corazón de los demás. Oía el ruido humano que hacíamos allí sentados, sin movernos, ninguno o más mínimo, ni siquiera cuando la cocina quedó a oscuras.

La primera impresión del narrador de este cuento  puede ser cierta si atribuimos a que el corazón es el centro motor de nuestros amores, que se agita ante la presencia del ser amado y que duele hasta el infinito cuando lo perdemos. Pero estar enamorado es más que una sucesión casi infinita de sístoles y diástoles.

Igual derecho podría reclamar el neurólogo como depositario del sistema nervioso, cuyo sistema autonómico gobierna el ritmo cardiaco y provee de los neurotransmisores necesarios para desarrollar la tormenta química que desencadena el amor. De las sensaciones y sensualidades que provoca un beso o el roce esquivo de los cuerpos de los amantes. Muy cerca también disertarían los psiquiatras al hablar de emociones, percepciones, de las alteraciones del juicio y la conducta que se liberan con el vendaval afectivo de una persona enamorada. También pueden hablar de amores insanos y desquiciados, de aquellos que quiebran toda razón y que se rinden ante el impulso de la pasión. La mente también sería la responsable de las decisiones frías que se toman cuando se afirma que en materia del amor es mejor pensar con el cerebro que con el corazón.

Pero muy cerca está el endocrinólogo aduciendo que una revuelta hormonal es responsable de los flechazos de amor y del torbellino del amor apasionado, aquel que explota como una bombarda que ilumina el cielo y nos trasciende a alturas insospechadas. Pero tanto como nos eleva como que nos aterriza, a veces de mala manera, cuando la pasión se acaba o cuando la traición se consuma como una daga ácida que alguna vez nos ha cercenado la inocencia.

Por otro lado, pueden reclamar los hematólogos, ellos son responsables de la sangre que circula por todo nuestro cuerpo. La que nos ruboriza y enciende ante el estímulo adecuado, la presencia del ser amado o la sola evocación de su recuerdo. De igual manera, ellos estudian la médula ósea aquella que se evoca cuando se dice que alguien está enamorado hasta el tuétano. Y los huesos, ah los huesos, amor que estremece la carne y los huesos, como lo cantaban algunos trovadores, la tentación de la carne y aquellos amores que se impregnan en el hueso hasta hacerse eterno, perdurar más allá de la muerte. Carne y hueso, esqueleto y armazón, territorios del traumatólogo.

Qué decir de la hiperventilación y del oxígeno que purifica los pulmones en cada encuentro amoroso o del dicho fundir mi pecho en tu pecho. Alveolos, oxígeno, intercambio gaseoso, caja torácica que se agita con un suspiro o ante el asedio del deseo son patrimonio del neumólogo.

Amar es también sentir mariposas en el estómago cuando se besa, se percibe la mirada lánguida o el tenue perfume de la mujer amada. Vivir un amor intenso que nace de las entrañas o cuando aquellas se encogen al no tener noticias de quien amamos. También esta ese fuego lento y perverso que consume las entrañas a causa de los celos. Acaso todo ello no debiera de ser examinado por los gastroenterólogos.

Hay amores que nublan, que enceguecen. Amores que evocan estrellas entre la penumbra, chispitas en el aire que danzan cariñosas y coquetas. Amores que reflejan el rostro de la mujer amada hasta en los eventos más intrascendentes. Hay amores que hacen llorar ante la desidia, traición, desatención o desprecio. Pero hay otros quereres que agrandan las pupilas de alegría ante la presencia de la amada. En estos casos que nos queda sino invocar la ciencia del oftalmólogo para resolver las imágenes distorsionadas de nuestras vidas ante el amor.

Otros escuchan música, melodías dulces, el suave silbido de las aves, campanitas cuando caen en cuenta que ya se han enamorado: pero por oposición una ruptura genera tormentas, truenos o el silencio negro de la ausencia. Me pregunto si el otorrinolaringólogo podría ayudar en estos casos.

Pero el amor también es embriaguez, turbamiento y veneno. Un beso puede envenenar nuestros labios y convertirse en un brebaje esclavizador, nos puede sumir en el sopor o éxtasis más profundo como una ambrosía tóxica. Territorios del farmacólogo

Pero el amor es fruto prohibido, furtivo, esquivo, malevo, malsano, maniático, totalizador, que anula o agranda, te puede llevar al infinito o a la eternidad, pero también puede ser escaso, insuficiente, fugaz, delicioso néctar que da más vida, que perdura más allá de la propia existencia. De donde se saca entonces aquella valentía para ponerse de espaldas a la razón y luchar por un amor incomprendido o el coraje para pedir perdón.  Pero sobre todo el amor es humano, como un pequeño prisma que emite diferentes formas de luz, tan contradictorio como nosotros mismos.

Por eso ¿de qué hablamos cuando hablamos de amor?


Solo ustedes conocen su propia e intima respuesta.

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