Mi amigo Mel McGinnis estaba hablando. Mel McGinnis es cardiólogo y a
veces eso le da el derecho a hacerlo. En este cuento
de Raymond Carver De qué hablamos cuando
hablamos de amor, dos parejas de casados por segunda vez pasan una tarde
conversando acerca de sus vidas y sus amores pasados. La tarde esta soleada y
toman ginebra. Terri, la esposa de Mel, habla de su primer esposo, un hombre
que la golpeaba y que luego le pedía perdón llorando, a eso Terri le llamaba amor.
No sé cómo podríamos llamarlo, pero estoy
seguro que no debemos llamarlo amor, replica Mel. Pasa la tarde, se suceden
los vasos de gin, pasan las historias de parejas, nuevas y antiguas, se
oscurece el día y el narrador dice Oía
los latidos de mi corazón. Oía el corazón de los demás. Oía el ruido humano que
hacíamos allí sentados, sin movernos, ninguno o más mínimo, ni siquiera cuando
la cocina quedó a oscuras.
La primera impresión del narrador de este cuento puede ser cierta si atribuimos a que el
corazón es el centro motor de nuestros amores, que se agita ante la presencia
del ser amado y que duele hasta el infinito cuando lo perdemos. Pero estar
enamorado es más que una sucesión casi infinita de sístoles y diástoles.
Igual derecho podría reclamar el neurólogo como
depositario del sistema nervioso, cuyo sistema autonómico gobierna el ritmo
cardiaco y provee de los neurotransmisores necesarios para desarrollar la
tormenta química que desencadena el amor. De las sensaciones y sensualidades
que provoca un beso o el roce esquivo de los cuerpos de los amantes. Muy cerca también
disertarían los psiquiatras al hablar de emociones, percepciones, de las
alteraciones del juicio y la conducta que se liberan con el vendaval afectivo
de una persona enamorada. También pueden hablar de amores insanos y
desquiciados, de aquellos que quiebran toda razón y que se rinden ante el
impulso de la pasión. La mente también sería la responsable de las decisiones
frías que se toman cuando se afirma que en materia del amor es mejor pensar con
el cerebro que con el corazón.
Pero muy cerca está el endocrinólogo aduciendo que una
revuelta hormonal es responsable de los flechazos de amor y del torbellino del amor
apasionado, aquel que explota como una bombarda que ilumina el cielo y nos
trasciende a alturas insospechadas. Pero tanto como nos eleva como que nos
aterriza, a veces de mala manera, cuando la pasión se acaba o cuando la
traición se consuma como una daga ácida que alguna vez nos ha cercenado la
inocencia.
Por otro lado, pueden reclamar los hematólogos, ellos
son responsables de la sangre que circula por todo nuestro cuerpo. La que nos
ruboriza y enciende ante el estímulo adecuado, la presencia del ser amado o la sola
evocación de su recuerdo. De igual manera, ellos estudian la médula ósea
aquella que se evoca cuando se dice que alguien está enamorado hasta el
tuétano. Y los huesos, ah los huesos, amor que estremece la carne y los huesos,
como lo cantaban algunos trovadores, la tentación de la carne y aquellos amores
que se impregnan en el hueso hasta hacerse eterno, perdurar más allá de la
muerte. Carne y hueso, esqueleto y armazón, territorios del traumatólogo.
Qué decir de la hiperventilación y del oxígeno que
purifica los pulmones en cada encuentro amoroso o del dicho fundir mi pecho en tu pecho. Alveolos,
oxígeno, intercambio gaseoso, caja torácica que se agita con un suspiro o ante
el asedio del deseo son patrimonio del neumólogo.
Amar es también sentir mariposas en el estómago cuando
se besa, se percibe la mirada lánguida o el tenue perfume de la mujer amada. Vivir
un amor intenso que nace de las entrañas o cuando aquellas se encogen al no tener
noticias de quien amamos. También esta ese fuego lento y perverso que consume las
entrañas a causa de los celos. Acaso todo ello no debiera de ser examinado por
los gastroenterólogos.
Hay amores que nublan, que enceguecen. Amores que evocan
estrellas entre la penumbra, chispitas en el aire que danzan cariñosas y coquetas.
Amores que reflejan el rostro de la mujer amada hasta en los eventos más
intrascendentes. Hay amores que hacen llorar ante la desidia, traición, desatención
o desprecio. Pero hay otros quereres que agrandan las pupilas de alegría ante
la presencia de la amada. En estos casos que nos queda sino invocar la ciencia
del oftalmólogo para resolver las imágenes distorsionadas de nuestras vidas
ante el amor.
Otros escuchan música, melodías dulces, el suave
silbido de las aves, campanitas cuando caen en cuenta que ya se han enamorado:
pero por oposición una ruptura genera tormentas, truenos o el silencio negro de
la ausencia. Me pregunto si el otorrinolaringólogo podría ayudar en estos
casos.
Pero el amor también es embriaguez, turbamiento y
veneno. Un beso puede envenenar nuestros labios y convertirse en un brebaje
esclavizador, nos puede sumir en el sopor o éxtasis más profundo como una
ambrosía tóxica. Territorios del farmacólogo
Pero el amor es fruto prohibido, furtivo, esquivo,
malevo, malsano, maniático, totalizador, que anula o agranda, te puede llevar
al infinito o a la eternidad, pero también puede ser escaso, insuficiente,
fugaz, delicioso néctar que da más vida, que perdura más allá de la propia
existencia. De donde se saca entonces aquella valentía para ponerse de espaldas
a la razón y luchar por un amor incomprendido o el coraje para pedir perdón. Pero sobre todo el amor es humano, como un
pequeño prisma que emite diferentes formas de luz, tan contradictorio como
nosotros mismos.
Por eso ¿de qué hablamos cuando hablamos de amor?
Solo ustedes conocen su propia e intima respuesta.
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